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TR1ZT4N

Las causas de la trizteza

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El Ticket (la boleta)

Publicada el 2025-05-04 - 2025-05-09 por TRZTN

Armando cocina unos espaguetis con boloñesa, sin darse cuenta que, entre la tapa del sartén y la espesura de la salsa de tomate, se le ha colado la boleta del supermercado. El ticket desprende un carboncillo negro, liberando partículas de carbón, del código de barra marcado con calor en el papel térmico. Armando, quién ya se ha tragado más de la mitad del plato, prefiere restarle importancia al asunto y acaba su almuerzo, veinte minutos antes de las tres de la tarde, hora en que había convenido encontrarse con un amigo en la estación de trenes de Sants.

Iba por la calle con el estómago lleno, así que, pensó, caminaba con cierta pesadez. Al cabo, cuántas porquerías habré comido sin darme cuenta. Se detuvo a mirar un rayo de sol reflejado en los cristales de la estación de trenes. Era un destello perfecto para esa hora del día y se quedó contemplándolo un instante.

Inhaló una bocanada de oxígeno, y luego exhaló el dióxido en poco menos de dos segundos. Con todo el aire afuera, sintió como las piernas, antes de hierro, se le doblaban como dos espárragos. Cayó al piso, sus pulmones se cerraron y comenzó a toser de manera espasmódica, haciendo un mayor esfuerzo para respirar. Armando pensó en la boleta nadando en su estómago y en sus fatales consecuencias. A pasos de la acera, el amigo que nunca llegó atravesaba la calle, cubierto por un paraguas. Alguien más se acercó a él, pero siguió su camino. Solo un campesino que andaba haciendo trámites en la ciudad, lo ayudó a levantarse. Sólo esa persona fue capaz de ayudarlo. Y como no sabía dónde ir, el buen hombre lo llevó a su casa. 

Armando viaja detrás de un camión con un montón de cajas de madera vacías, de cara al atardecer. Un mínimo estado de conciencia le permite recordar el plato de espaguetis, la salsa, la cara de su amigo en alguna parte, y un aroma a tierra y mierda de gallina. Al campesino sí lo recuerda mejor, él le había salvado la vida, y su rostro era lo único que no podía borrarse. Eso y el código de barras nadando en sus ácidos estómacales.

Era de noche. El camión se detuvo junto a una ruta, Armando escuchó vehículos moviéndose a gran velocidad. También escuchó las olas. El hombre se bajó a mear cerca de la rueda, diciendo unas palabras en catalán que no comprendió, pero que querían decir que faltaba poco.

Llegaron a la casa, junto a un muro que parecía haber estado allí por siglos. Un producto cartesiano aparecía sellando la imagen de una cifra indeterminada. El hombre lo ayudó a entrar y lo recostó junto a una chimenea de piedra. Todo era de piedra en aquel hogar. Hasta el rostro del hombre sugería una palpable dureza. Al poco rato aparecieron dos mujeres, calcadas de iguales, y Armando llegó a pensar que eran espejismos. Pero un rápido cálculo mental le reveló que aquellas dos personas, que se habían multiplicado con su presencia llevando de aquí a allá cacerolas y alforjas de legumbres cocidas y fuet y queso de cabra para alimentarlo, en realidad eran una, y luego dos otra vez. Esta rara fórmula no tardó en revelarle también que a medida que pasaba el tiempo las figuras se reducían a referencias de una misma lectura; los números impresos en el código de barras de la boleta.

La cifra aparecía claramente, pero era al mismo tiempo imposible de recordar dado el número de dígitos que la componía. Armando pensó en su propia contextura, inmiscuida en aquel espacio anacrónico del Empordá catalán. Un breve cálculo le llevó a comprender que su triste digestión había provocado una suerte de metamorfosis en su manera de representar la realidad. La materia devino en ecuaciones incalculables que iban devorando las formas, apropiándose de sus magnitudes y sus vectores, y todo esto para qué, ¿con qué fin?. Comprendió que cada cosa en este universo ocupa una cifra determinada, y que, a su vez, esos números ofrecen fórmulas infinitas en contacto con las demás. Recortado entre el fuego de la chimenea y la pared, la figura del hombre que lo había salvado aquella tarde, tallaba una oveja en un tronco de madera. El hombre estaba dispuesto a escucharlo. Y así fue. Durante una hora o más, Armando elaboró un teorema numérico que resumía en cifras desde su infancia hasta el preciso instante en que, al borde de la asfixia, había dejado de respirar.

Ahora bien, si todo era números y fórmulas y exactitud infinita, ¿por qué lo abrazaba el desencanto? ¿Por qué hubiera preferido aquella tarde que ese dolor de estómago acabara con su vida y por qué no también con toda esta farsa literaria? Ahora, entre tantos números y abstracciones, sintió por primera vez que se le revelaba una verdad, entendida la verdad como la respuesta a una pregunta, que invariablemente es diferente para cada individuo, pero que es, al mismo tiempo, una verdad absoluta. Ese cálculo, por cierto, expresado en cada una de esas cifras, producía en su mente nuevos sentidos, sobre la base de aquel azaroso encuentro. ¿Que tenía entonces de predestinada la aparición del campesino? Nada. Tal vez la voluntad del hombre en ayudarlo y el necesario auxilio habían confabulado para sellar este milagro.

Entonces, como si de una visión mítica se tratase, el hombre se levantó y con él su sombra se despegó de la pared. Abriendo la puerta de la cabaña, se dirigió hacia la orilla del mar. Armando lo siguió. No había luna esa noche, no había luz que los guiase y sin embargo Armando caminó seguro hacia la playa. Caminaba sin zapatos, sentía la fría arena en sus pies, y luego el agua que le iba llegando hasta el pecho. Vio algunos números, pero eran cifras inconmensurables, que tardaría siglos en descifrar, calculó. Sumergido ya entre las olas, comprendió que lo más cercano a la eternidad era un número cuyas cifras se perdían en la profundidad de un oleaje oscuro, donde ni él ni el campesino se diferenciaban ya, pues formaban parte de un punto donde se encontraba todo lo demás. Su memoria se unió a una constelación de números escritos sobre el firmamento. Infinitos, como un puñado de estrellas en la inmensidad.

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