Imagino el relato, la trayectoria de los acontecimientos, como una serie de actos premonitorios: una suma de causas o el efecto de una mala combinación de historias. Historias que se alejan cada vez que las contamos, que se pierden en detalles aumentados por la ausencia, desdibujando el hecho que las invoca. El cine es ese dispositivo que nos hará eternamente parecer otra cosa. En suma, las imágenes: ese artefacto mágico y demoledor que construye memorias, proyecta reflejos fugaces, destellos sobre el agua en un mar de espejismos.
Imagino al personaje, una silueta que pronto adquiere voz propia y que esgrime argumentos con la certeza de que fueron pensados para él —o para ella—, pero que no encuentran eco en quien los escucha, porque parecen una pantomima de la vida real: un discurso demasiado perfecto, un diálogo demasiado creíble.
Imagino el escenario: un paisaje que vibra con la luz demorada del atardecer. El cielo se refleja en los edificios vidriosos y la luna comienza a elevarse sobre la cordillera. En primer plano, la terraza de un departamento caro, con muebles caros, con una decoración excesiva. El arte de contar aparece retratado en los objetos que recrean el mundo. Yo preferiría comenzar desde el vacío, impregnarme de la nada que emerge de la caótica existencia de los sueños, de donde provienen todas las historias.
Imagino mi cuerpo atrapado en un fotograma borroso, acaso el último plano de un film que no encuentra su desenlace en la continuidad. Y entonces no siento nada, no huelo, no transpiro, no ruego porque todo acabe de una vez o que permanezca allí para siempre. No creo en las historias que quieren parecerse a la vida de los otros, extraños mirados como en un microscopio. No porque no sea incapaz de quererlas, sino porque, en esencia, lo que pretenden decir encubre, tras su insoportable pulcritud, los paradigmas de la civilidad burguesa y su falso altruismo.
Imagino un cine del futuro, un cine de opciones múltiples que reavive el pasado con todas sus memorias: las perdidas, las olvidadas, las que nos obligaron a olvidar. La vida con sus contradicciones, sus pequeñas bajezas y esos grandes actos anónimos que nos rescatan del verdadero infierno: el círculo macabro de la sociedad de clases.
Imagino un cine que no busca competir con la realidad. Un cine que no existe para una determinada audiencia, porque eso pertenece a las artes “mayores”, a las pasarelas y las alfombras rojas. Prefiero, en cambio, la experiencia colectiva de la creación: ese instante en que la imagen se vuelve gesto compartido. Sabemos, de antemano, que esas imágenes solo producirán mentiras inefables, anhelos devenidos en retazos de un mundo imposible, exagerado, hiperbóreo: un territorio remoto donde las visiones se vuelven mercancía o recuerdo. Pero tal vez allí, en el límite que separa lo real de lo imaginario, el cine aún pueda soñar con el mundo, incluso cuando el mundo ya no quiera soñar con el cine.