El brujo

Te mantienes en silencio, mientras los demás hablan. Esa paz tuya no la encuentro, te dice Rodri, el de la cresta rosa y camiseta rajada en el abdomen, que deja entrever un tatuaje alrededor de su ombligo donde se lee NI DIOS NI AMO NI MASCOTA… mientras toma un trago de cerveza y te alcanza la botella. No quiero, respondes, pero al final te quedas bebiendo unos tragos con los pankis en la vereda. A esta hora, las sombras deambulan por el barrio de Constitución esperando matar el tiempo, como si el tiempo se pudiera matar cuando es el tiempo el que nos mata, nos hace desaparecer estando ahí, encerrados en esas cuadras oscuras, pasando desapercibidos de todx y de todxs.

De noche duermo con los ojos entreabiertos. En el parque puedo dormir tranquilo. Peor es quedarse en una esquina, o en la puerta de un banco o de una iglesia. Las instituciones tienen a sus represores, instruidos para defender sus templos, aunque ellxs mismxs sean carne de cañón para los propietarios de la fé y el orden público. Después, las leyes se encargan de encarcelarnos, aunque aún no hayamos hecho nada contra ellos; las leyes previenen contra cualquier ataque al poder inmanente, disfrazado o de uniforme.

Una mujer pasa frente a nosotros, cargando un bolso cuadrado, cubierto de un plástico verde. Lleva consigo todas sus cosas, toda su vida a cuestas. El pelo azuloso, la cabeza semi rapada, el cuerpo viejo y gastado cargando esa pesada forma oscura. Nos pide un trago. Bebe largamente y se va sin decirnos nada, aunque vino hablando sola y continúa con su monólogo, mientras se aleja, cruzando el semáforo en gris. Dos niños raquíticos encienden un porro y la observan con distancia, como si la conocieran de siempre.

Ellxs hablan. Todos hablan y ríen, aunque la noche es fría y triste y no hay motivos para sonreír. Leto me ha invitado un trago. Ríe con las bromas del Lechuga, un pibe que ha venido del sur, de un largo viaje por la patagonia. Cuenta como le sobrevivió a la noche austral y convivió con los espíritus y fue soñado por una machi, cuando su pierna fue mordida por un perro rabioso. Leto lo miraba y Patri, amigo de Rodri, miraba a Leto. Le ofreció un trago de birra, y le ofreció llevarla a su casa esa noche. Yo permanecí en silencio, aunque bien pudiera haberle reventado la botella en la cabeza. Sentados en la vereda tarareamos las mismas canciones que cantamos tantas veces. Íbamos a caminar unas cuadras hasta la parada, pero ahí mismo quise despedirme. Caminé hasta un banco de plaza en el borde del río. Miré el sol alzándose sobre la costa y cerré los ojos. Otra noche menos, otro día más, pensé. Entonces me dormí.

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