Aparecí en una casa, estábamos tomando pisco. Yo había venido con el sociólogo y el ingeniero, para conversar sobre el registro de un proyecto que iban a presentar en el Fondart, en alguna categoría o especialidad que no viene a este cuento. Lo más bonito, es que en el jardín había un laurel, añoso como esos que ya no quedan. Centenario quizás. Un sobreviviente, allí, en el patio de mi casa.
El ingeniero habla de números. El sociólogo insiste en los porcentajes. Las probabilidades aumentan mientras las posibilidades disminuyen. Escribo al revés, en una página en blanco. Me la paso borrando frases, oraciones imposibles. El verbo se cae a pedazos, la sintaxis se vuelve caótica y perdemos los artículos del sujeto.
Ya está listo, firmemos. El sociólogo estampa su letra con escupo. El documento crece y se desborda. La impresora echa humo.
Mientras yo sueño con mi padre llorando. Solo una vez lo vi llorar en toda mi vida. Y fue recordando su niñez. Yo era un niño, viendo llorar a mi padre, recordando su niñez. Pero en el sueño yo era el viejo, y él era joven. Reconocía finalmente sus errores. Mi madre y yo lo perdonábamos. Y en ese acto de perdón, que es el reconocimiento de la culpa -aunque nadie debiera sentirse culpable- él se quebró y lo vimos llorar. Estaban mis abuelos también. Y eso es raro porque ellos están muertos. O al menos yo los enterré.
Volvimos a casa y esa noche los perros ladraron al vernos. Dejaron de ladrar cuando abrimos la puerta. Se subieron al sillón como siempre y nos dejaron sentados en el suelo. Nos fuimos a dormir con la sensación de haber despertado. Una mañana tibia, una tibia mañana, una mañana hermosa.