Tatoo

Me tatué una cicatriz

como quién marca a un animal

que va a ser sacrificado.

Me tatué una herida

que llevo a todas partes

el recuerdo del daño que me hicieron

mis propios actos

que no debiera olvidar

que no debo permitirme olvidar.

Me tatué tu nombre

una madrugada de hielo

para borrar el recuerdo

y conservar su significado.

La noche no termina

es como si viviese del otro lado

del espejo de una sombra de mi

que vive sereno y feliz

esperando la micro

una tarde en el más allá.

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inter-fazes

mirábamos el sol en la penumbra de los cristales, de una ciudad edificada sobre espejos que nos devuelven invisibles. ardíamos de rabia ante la impotente marea de idiotas que suben y bajan escaleras, en torres empinadas hacia un cielo gris, apretando botones en sus dispositivos, aferrándose a una realidad imposible y absurda de una pantalla que nos borra poco a poco. lo que importa está ahora en el presente, te observa y te vigila, pero crees ser tú la quién decide. falsos profetas declaman las últimas tendencias, mientras tanto yo escribo sin mayúsculas, sin apelar al orden de la sintaxis, desobedeciendo a las reglas, destruyendo sus avatares, sus figuras disfrazadas de gurús que alimentan el miedo, otro disfraz que se superpone a la vida, como tantas otras falacias. mi página web se desintegra en píxeles oscuros y escalas de grises y vuelvo a existir en pleno bosque, abrigado por sombras y susurros, protegido de las ondas electromagnéticas de los aparatos, adosados al cuerpo como amuletos o como fantasías de un espectáculo porno. la nueva realidad es el fetiche de los mediocres. a ella nos aferramos como a una simulación, y desde allí inventamos los neo-mitos de la neo-cultura humana. nada ha sido creado aún, más bien todo es una copia burlesca de su original, en esta era donde copiar y pegar se simplifica en dos clics. y clickeamos como si fuéramos a disparar, empuñando el mouse o el dedo o lo que fuera que nos impone la interfaz tecnocrática. el poder, radica en la capacidad de la memoria activa de los dispositivos, en la rapidez del mensaje y no en la reflexión, no en la cadencia de los astros y sus millones de historias. y hoy todo es una escenografía, hasta la tierra misma que pisamos, no es más que una cúpula dentro de una gota de agua sobre el lomo de una tortuga.

Entramos en el bosque

Yo no cuento historias, escribo conjuros. Voces que descienden por mi cabeza hasta la punta de mis pies. Por donde piso surgen nuevas palabras, expresiones del bosque enredadas como hiedras, susurrándome la dirección que debo seguir, o si debo detenerme.

Soy parte de este relato. En todas sus líneas fluye mi sangre, la raíz de todo crece hacia lo hondo del agua, que obedece a la gravedad, buscando entre sus orillas un espacio para colmarse.

Aunque nada me pertenece, yo tampoco pertenezco a ningún sitio.

Y me pregunto, ¿de dónde vienen mis imaginarios? Si han sido impuestos, a fuerza de doctrinas, o si los he imaginado yo realmente. Y de cuáles podría desprenderme para responder a tu pregunta; si soy lo que soy, ¿se lo debo al mundo o el mundo me lo debe a mí?.

He nacido producto del amor, pero he vivido rodeado de odio. Se me apagaron las luces, viajo solx en esta nave oscura.

Las máquinas ejecutan la acción mecánica de un orden abstracto; levanta esto, tritura aquello, secciona, divide, copia y pega. Los humanos somos cada vez más dependientes de esas acciones. Creo entender el sentido de las redes sociales; son un medio para anular al individuo y convertirlo en su espejo, y atraparlo en el círculo de su propia introspección, donde todo pasa por el filtro de una identidad aislada de sí, conectada con otros islotes, igualmente anexados al vacío. Enmascarados en la proyección, el acto de verse en los demás es una mirada autorreferencial, que exige cada vez más imágenes y menos imaginarios, reduciendo lo colectivo a una suma de likes, a una interfaz diseñada para perderse en su desdibujado reflejo.

Mucho tiempo estuve convencido de no pertenecer a ningún lugar. Pertenecer es, en cierto modo, subordinarse a ser parte del paisaje. Y yo quiero ser el paisaje. No soy el nombre que me impuso la placa de identificación. No soy el número, no soy una cifra. En gran parte, mi vida ha sido una fuga permanente de lo que soy hacia lo que quiero ser, o por lo que quiero ser reconocido. Pero la verdadera fuga implica romper con las cargas que son lenguaje común, los tropos de la vida cotidiana. Y mientras una partícula de mí siga atada a esas convenciones absurdas, será siempre el retorno la única y verdadera huida, el único escape, la gran desilusión. La verdadera historia está allá afuera.

Hacia dónde debo ir, si acabo de llegar? Y cómo he de volver, si jamás me he ido de aquí?

Viajo en dos partes. Una siempre se queda, la otra, por el contrario, está permanentemente huyendo, atrapada en esa carrera interminable, para encontrar el último sendero, la última experiencia. Viajo con las dos mochilas, la que dejé en algún lugar, y la que recoge todo en el camino. Un palo, una piedra, un perro amigo, una conversación. Como la última y la primera, cada una de esas experiencias han llenado mi existir. Lo pasajero no es desechable cuando se convierte en un instante bello, un rito que enciende los fuegos del espíritu cada vez que los invoco, y ninguna fotografía podrá retratar lo vivido. Es más, lo destroza cada vez que vemos en el otro, en el ego, la sonrisa esbozada mil veces para la cámara, el momento que no difiere, porque todas son el mismo ensayo de la felicidad. El goce viene y desaparece tras ser recorrido, tras ser visto por enésima vez. Luego, pasas a la siguiente imagen, y otro tiempo irrumpe, otro recuerdo violento de lo que ya pasó, y nada debe detener esa línea del tiempo, porque entonces se diluye en melancolía. Convertimos al presente en una simple y llana extrañeza. Como algo que nunca pasó.

Miro hacia atrás para comprender cómo he llegado hasta aquí. En medio del bosque cerrado, a plena luz de luna, la rabia y la tristeza se pierden como sombras ciegas, que chocan contra los troncos arrasados por algún viento cetrino, y siento mi cuerpo más liviano; la sangre corre como acelerada porque mis latidos se confunden con los grillos y las ranas nocturnas. Camino sin zapatos, en el suelo frío y húmedo, sintiendo ese temblor que viene del volcán y recorre las raíces y el musgo que viene a mi cuerpo, para susurrarme los secretos de esta noche, con la voz bajita, para no despertar a los espíritus de su refugio. 

Al amanecer, las nubes corren deprisa por escarpadas paredes de roca y troncos ancianos que aún se mantienen en pie. Las veo pasar veloces y parece que el tiempo se acelerara, que el día tuviera más minutos, más segundos. A lo lejos, las nubes traen una lluvia que comienza a humedecer los cerros. Las hojas brillan cuando el sol aparece entre los nubarrones, y no sabemos si es momento de sacar una foto o de posarnos ante el paisaje, o simplemente de ser el paisaje.

Así pasaron diez años. 

Así ntramos en el bosque, y el bosque entró en nosotrxs.

Caminábamos en medio de troncos enormes, blancos como los huesos de algún animal prehistórico, cuando aún había tierra y mundo. Muchos troncos parecían removidos del silencio, puestos allí para contar un relato de tormentas nocturnas y noches ciegas, donde lo único que puede rondar en esos senderos, no debe ni siquiera nombrarse. La oscuridad devuelve a la tierra sus misterios, y en ese andar por el bosque percibí nuestra pequeñez ante tanto tiempo detenido. Si quisiera devolver mis pasos, habría de pensar bien en no poner las mismas huellas, en no tapar el rastro que otros dejaron, aún cuando sea preciso borrarlas o que el tiempo y la lluvia hagan su trabajo por nosotros.

No supe decir que no. Me amaron pero también colapsé como quién desiste en el ultimo round, con la certeza de haber perdido el tiempo, pero sabiendo que es absurdo pensar en ello. No se recupera lo que se ha ido para siempre, incluso si los pensamientos te llevan al olvido, y la nostalgia transmuta esas imágenes en meros artefactos de la memoria, inútiles en tanto recuerdos perdidos, sin conexión. Aún queda el rezago de un sentir profundo, de un suspiro o de una pulsación que perdura, a pesar de todo. Recuerdo el amor como una trampa sobre la que, sabiendo sus consecuencias, me deje llevar más de una vez.

Esta pagina podria estar de más si no fuera porque la escribo a deshoras, en una noche de insomnio, perdida toda esperanza de conciliar un buen sueño, temiendo caer en otra pesadilla, o un sueño espeso, donde suelo ser testigo de cosas horribles, sin que ello trastorne mi calma, mi letargo. Entonces pienso, en algún lugar fui feliz, aunque no haya vuelto de allí con nada digno de conservar. La felicidad es el dulce sueño antes de nuestra última agonía.

Exilio

Vengo de la frontera. Donde los fantasmas del incendio acechan los márgenes, combatiendo el odioso pavimento y su rencor policíaco.

He sido traicionado por mis instintos. Creí y fundé amistades que perforaron mi cuerpo, llenando mi alma de orificios por donde me desangro lentamente.

Sin embargo, mi viaje apenas comienza. Estaré lejos algún día. No he hecho sino preparar el camino que me hará retroceder hacia el futuro, el final de nuestra época, hacia el origen de ese cúmulo de microscópicas pero definitivas galaxias, donde nace la raíz de todo lo que partió hace tanto tiempo.

Miro hacia abajo, y busco entre la hierba un trébol de cuatro hojas. El hecho de no encontrarlo alimenta mi búsqueda. No se ha perdido nada en el intento. Pues para qué sirve la vida, sino es para perderla, o para que el tiempo no se apodere de mí.

En realidad, los sueños, gestados en el pensamiento, predisponen al cerebro, ese trozo de carne acuoso y flexible, a la recepción de ciertos impulsos. De tal modo la sugestión, un anhelo fracasado en la retina, resulta a simple vista una aparente casualidad. Pero las leyes del universo impiden que lo casual exista. Tan solo es un juego de similitudes y escasos aciertos, o tal vez de pérdidas.

Yo me escurro lentamente y al caer subo y mi cuerpo late en un ritmo que transmuta mis emociones entre dos polos, quebrando las leyes humanas, las estúpidas leyes que hemos inventado para sobrevivir al tiempo, cuando es bien sabido que estamos atrapados en él, somos su cuerpo.

La arquitectura de ese organismo es un medio para comprender la vida, porque, ¿de qué está hecho el mundo, sino de nosotrxs?

La metáfora del Iceberg

0

Evocando a Freud, o más bien invocando sus teorías, el escritor se pregunta si el psicoanálisis puede afectar en algún modo su escritura. La felicidad no está en una puta botella, piensa o dice o se escucha a sí mismo, mientras desabraza lentamente su cuerpo de la almohada.

Ha escrito una novela en pocas semanas, impelido por una fuerza externa, que lo arrastra hacia la última frase de la historia, obligándolo a desplegar toda su energía solo para llenar unas cuantas páginas blancas que tiene la impresión, nadie leerá. 

No obstante, pasa noches enteras escribiendo, y durante las horas del día frecuenta bibliotecas en busca de un rayo de inspiración. La ficción extraída del sustrato de lo cotidiano también produce un extraño efecto en el escritor, cada día más comprometido con una tarea que considera imposible de acabar. Se ha tomado el trabajo de corregir el libro tres, cuatro, cinco veces, y ha sometido su mente a un desgaste extremo. Está agotado, diluido en sus análisis. Lo único que le motiva a seguir adelante, es su obsesión por no dejar nada a medias. Entonces, para aprovechar mejor el tiempo, piensa en dividirse.

1

El escritor de adentro considera que solo es posible una rebelión radical de la acción literaria, mientras que el escritor de afuera prefiere ser más cauto y pedir consejo a los especialistas. Especialistas. Una palabra que el escritor de adentro está decidido a no incluir en su parte de la obra, por considerarla inconsistente. 

Al tachar las frases, cuestiona las relaciones entre los conceptos; ¿qué sentido tiene el orden impuesto del lenguaje? ¿acaso un papel escrito pudiera prescindir de su significado para adoptar uno nuevo y radicalmente distinto? ¿Dónde quedó el verdadero significado de las palabras y las cosas? ¿qué quieren decir esos garabatos, cuando no queda otra forma de hacerse comprender por los demás? El escritor de afuera cree que su adversario político es el único capaz de responder a ello, ese literato de vuelo rasante, escritorcillo de mesa cuadrada, condenado a frases célebres que a nadie terminan de convencer. El escritor de adentro se apoya en su hombro. No te preocupes, le dice, aquí solo estamos los dos. 

2

La crítica. Esa innominable categoría de los que consideran buenas ciertas obras y otras no. ¿Y dónde encaja aquella literatura que no puede clasificarse porque atenta contra las formas impuestas de la expresión, que bajo la tutela de lo inteligible expresa órdenes taxativas al comportamiento de esas frases? Es curioso que aquellas obras excéntricas e incomprensibles queden dentro de la primera clasificación, mientras que todo lo que atenta contra la coherencia narrativa, sea incluido en la pila infinita de libros que nunca se leerán. Como si fueran delirios escritos por locos Quijanos sin ningún apego a la sintaxis, sino más bien entregados al sádico instinto de escupir arbitrariamente la ficción. El escritor de afuera se pregunta hasta qué punto uno no depende de lo otro y viceversa. Si de tanto en tanto no puede extraerse de toda esta mierda un producto digno de las vitrinas, ¿para qué escribir?

3

El público aplaude levantándose de sus asientos. ¿A qué se debe semejante alegría? ¿Ha sido el concierto una obra maestra? Pues para la gran mayoría, sí. En cambio, el escritor de afuera continúa ansioso, como si la música no acallara las frases que reverberan en su cerebro. Su acompañante, una joven estudiante de filología, no ha notado ningún cambio en el escritor. Es más, siempre lo ha considerado un ser opaco y aburrido. Mas no por ello deja de parecerle interesante. Guarda la secreta esperanza de que en el fondo sea un niño temeroso y sumiso. Pero es difícil saberlo. Apenas conoce de él lo que dicta en sus clases de la universidad. Y de ello habla constantemente, como una manera de no hablar de otra cosa. En cambio, el escritor no piensa en ella como una mujer en busca de estabilidad y protección, sino que siente un irrefrenable deseo carnal, pero platónico, al menos en la práctica. Es una de las mujeres que aparecen en su novela, pero con 20 años de más. Ella no lo sabe ni lo adivina, y continuarán yendo, o no, al cine o al teatro el primer viernes de cada mes y entre ellos, lo sabe, jamás pasará nada.

4

La historia es más importante que la realidad. Por más que necesite comer, desear, ser amado, el escritor de afuera vive sumergido en la niebla. Una niebla oscura, por cierto, porque hay neblinas claras que son como un manto benigno donde uno puede llegar a esconderse y hasta sentir su contención. Pero esta niebla no, es densa y oscura y en ella el escritor se siente perdido. ¿Hasta cuándo volverá a escribir las mismas frases? ¿Hasta cuándo va a utilizar los mismos recursos y tópicos que tanto le fastidian pero que no consigue abandonar? Hay noches en que se representa a sí mismo como un personaje de su obra, y eso lo hace sentir auténtico. En esos instantes, el escritor de adentro ha traspasado la frontera y en ese campo de batalla puede que se derrame menos sangre que palabras y que todo el sufrimiento acumulado durante años prospere en algo parecido a la sensación de libertad.

5

El escritor de adentro piensa en suicidarse. Para qué continuar con esta farsa, se dice a sí mismo, y automáticamente su pensamiento queda escrito en una página sin numerar. Todo tiene sentido con la muerte, susurra, sin querer decirlo demasiadas veces o demasiado alto, como para que no se convierta en otra sentencia literaria. Pero es lo único cierto, cierto en tanto que todo lo demás es una absurda mentira. 

6

El escritor de afuera mira desde la ventana de un tren. Observa la velocidad, escucha el cuerpo de ese tren, desplazándose por una extensa llanura donde nada ha sido nombrado aún. En ese territorio, atravesado por el tren, pero donde no existen los mapas, habita un tiempo sin cadenas. El viaje le recuerda algo que no sabe bien si vivió o si lo había escrito. Afuera el sonido desaparece ante el lento oscilar de los rieles. Viajando a gran velocidad parece que no se moviera el mundo, o es que uno permanece quieto ante semejante vértigo. El escritor piensa lo difícil que es sobrevivir en un universo tan grande cargando una existencia tan pequeña. El sueño lo recorre con el mismo oscilar de las vías, acurrucándolo hasta perderlo en un paisaje en miniatura, una especie de maqueta en la que el escritor, de tamaño natural, observa las pequeñas gentes desarrollando su vida cotidiana. Vaya mierda, piensa desde lejos, más arriba de los edificios y las torres, hamacado en esa esponjosa nube blanca, hasta que sus pies, vistos desde lo alto, son atraídos hacia el suelo, estrellándose contra el pavimento de manera que no recuerda que es lo último que soñó.

7

Adentro el impacto sonó como un trueno. Esa mañana el frío había entrado a la pieza, se había colado entre las sábanas y había tocado su cuerpo, justo quizás en el momento de caer. El escritor de adentro solo pudo pronunciar una palabra, cuyo eco no llegó a oídos del escritor de afuera, a quién el sueño había sorprendido a tal punto, que esa mañana despertó con fiebre. Es tu culpa, le dijo a su espejo, ahora demasiado parecido a él mismo como para reconocerlo cuando lo vio atravesar la habitación, desnudo y con una toalla en la mano.

Me voy a dar una ducha, le dijo, ¿vienes?

8

Ella tenía una sola exigencia. Después del espectáculo, él la llevaría a caminar por algún parque cualquiera. A ella le gustaba caminar junto a él, siempre. Al escritor esto le parecía un tanto extravagante, pero caminar, caminar es algo tan simple que lo aceptaba como un acto natural. Ella pensaba que consentirle en su capricho redundaría en un cierto grado de control sobre él, en un intento de tomar cierta ventaja. Es verdad que en este juego de roles o piezas de tablero, el escenario de los conflictos humanos, se exige la mitad del cuerpo de uno y la mitad del alma del otro, a cambio de una porción de amor, necesaria para vivir, es cierto.

9

A las cuatro de la madrugada tocaron el timbre. El escritor escribía, sí, pero a estas alturas el diálogo con las palabras sobrevolaba una atmósfera enrarecida por el insomnio y la fiebre, que lo mantenía en un cúmulo de premisas sin solución. Hacia dónde vamos, consumidos por la rutina, esclavos de pequeños e insignificantes logros personales, y a dónde va a terminar todo esto… escribió antes de que tocaran el timbre por segunda vez. 

Debe ser tu amiga, dijo el escritor de adentro, que leía recostado en la cama una novela. A estas horas quién más podría ser. No te metas en esto, le respondió, con un tono que resultó desafiante.  De todas formas, era ella, ella en sus todas sus formas. Ella, tibia piel y pechos de amapola, parada en la puerta de su casa, llorando. Qué te pasa, le dijo el escritor, sorprendido no tanto por su aparición sino por algo que le daba un áurea de ausencia, de no estar allí sino más bien lejos, de esa puerta y de ese pasillo en esa noche helada.

Te llamé varias veces, le dijo, aunque su voz era otra, como la de un fantasma. ¿Virginia?, Estoy muy preocupada por ti, le dijo. Pasa. El escritor de adentro se acercó a ella, abrazándola hasta la sala, quitándole el abrigo mientras el escritor de afuera preparaba un té. Ella los miraba sin detenerse en ninguno de los dos, como tanteando. Sus manos, cercanas casualmente en el movimiento, anudaron sus cuerpos en tres, en dos, en uno. Amor, esa palabra que el escritor de afuera desconoce, y que puede incluso desear, aunque fuese al menos dentro de su condenado libro, apareció escrita en su frente con la persistencia de un faro que avista el precipicio.

10

Eran sus ojos dos témpanos de hielo, como dos icebergs azules, transparentes. En el interior de esas capas sumergidas, una voz le susurra ideas desesperadas, ideas que obedecen a otros márgenes, a otras trazas de eventos que se han diluido en la superficie, hundiéndose en el frío, ocultas bajo ese permanente faro sobre el agua, siempre en movimiento, deshaciéndose poco a poco, como toda materia viva. Al final de eso se trata, ¿no? reclamaba constantemente la voz. La temperatura de sus pensamientos comenzaba a deshielar su cuerpo, un cuerpo que era, o es, aquello que oculto entre esas dos figuras, embrutece tanto las palabras que es imposible coordinar la razón y el deseo; las ideas subyacen a ese cuerpo y son más poderosas y más elocuentes que cualquier prosaico intento de embellecer la miserable existencia suya y la de sus pares, olvidados en la vorágine de un tiempo que se borra, donde todo ocurre tal vez para ser devorado por el océano, corroído por la sal y el viento y las tormentas marinas. Entonces, aquella mole blanca comienza a rajarse, a abrirse y a desmembrarse en sus brazos. El escritor de adentro, testigo silencioso de aquel naufragio, pronunció un último discurso en un idioma extraño, o en un diálogo imposible con el escritor de afuera, tan lejos ya de su alcance como aquel náufrago que cuelga de un trozo de madera y que, llevado por la corriente hacia la inmensidad de un mar tempestuoso, siente la imposibilidad de mantenerse a flote. Su cuerpo, o el de ella ahora, entregándose a la deriva de las olas, se desprende de la capa que lo mantuvo a flote durante tantos años, y aparece otra figura, aferrada con furia a esos últimos segundos, arrastrando una larga y frágil cabellera que se extiende como una aurora de espuma sobre la mar salada. La escena parece fundirse con la realidad, ahora más terrible e inexorable que las pretensiones de aquel profesor de literatura. Pobre hombre, se dijo a sí mismo. Tienes razón, estás maldito, dijo el escritor de adentro, conmovido y tal vez avergonzado de sí mismo. No se puede desandar lo que ya estaba escrito, pensaron ambos, en una última línea de una página sin terminar.

Intento de suicidio en un barrio cualquiera

A la velocidad que se mueve el cuerpo de los automóviles, deja tras su paso una estela borrosa de calor. Tan solo unos centímetros lo separan del rugir de los tubos de escape, y como si fuera a huir de algo que aún no sabe porqué está ahí, vuelve a doblar sus caderas y esquiva el bombazo de aire de un bus en mitad de la cuadra.

Las luces, encorvadas de los postes, parecen coronar esta pompa fúnebre de taxis vacíos, en busca de pasajeros que no lo son, a la espera de viajes imposibles que salven el cadáver de otra noche velada en silencio, o a solas con la radio, pero a bajo volumen. Una hilera de faroles amarillentos se pierde sobre la avenida, donde el tránsito sumiso se detiene en un cruce ferroviario.

El cuerpo aletea con violencia hacia el fondo de esas luces, en una absurda carrera por llegar al último farol de la cuadra. Camina dando torpes zancadas, hasta que es tragado por un halo de luz, justo sobre las vías del tren: el tráfico se detiene un instante y perdura en el espacio una suerte de vacío cavernario. Se oye la sirena del tren, acercándose lentamente, opacando el ruido de los motores, que esperan a salvo detrás de la barrera, al tren que avanza hacia la próxima estación.

El cuerpo se queda allí, sobre las vías, mientras el tren se acerca peligrosamente. Alguien hace sonar la bocina, y la luz se expande como un rayo fulgente en el temblor suspendido a la redonda, dando paso al rugido de la locomotora, mientras alguien a lo lejos grita; !Sal de ahí, boludo, te van a aplastar¡¡¡ El cuerpo gira y entonces vemos el tren, vemos su luz gruesa que lo estampa sin tocarlo, atravesándolo por detrás, como si los vagones se hubiesen corrido, o algo así. Todo el tren avanza al filo de su cuerpo. Su piel caliente por el roce vibra con la máquina, y ese espacio mínimo que su cuerpo roza en el vacío es absoluto, como el centro del huracán. El hombre que había gritado, descubre la silueta del joven partirse una y otra vez, entre vagón y vagón, tan cerca de la muerte, tan viva, pero tan lejana.

La calle se estrecha ante sus ojos. En el muro de sombras que se desplazan lentamente, pasajeros y conductores se ojean con cierto recelo apático. Desde sus ventanillas, se observan encapsulados en el vacío, más allá del ir y venir que los separa. El cemento bajo los rieles produce cosquillas en la punta de los pies. Con los ojos cerrados, escucha la vibración que ya es casi imperceptible. El tren se aleja en la oscura vía con su luz y su fuerza inmutables. Tiene miedo, ¿pero de qué? 

Una nube alcanza por casualidad la avenida y comienza a llover. Sus pies, pesados de agua, intentan correr hacia el semáforo, y suicidarse, pero tropieza y se derrumba en medio de un tráfico que le urge, alertando a bocinazos el obstáculo, ese bulto indemne, y llorando de impotencia maldice sus heridas, como si de nada le valieran a su suerte. La sangre es bebida por el agua y sus lágrimas son pequeñas ante tanto mar. Por fin se levanta y como puede alcanza la otra orilla del bandejón. Salvo algunos autos frenéticos, la noche sólo ofrece silencios; silencio de mundo, no de ruidos.

Y el mundo parece ahora concentrarse en un café desierto. Un oscuro techo tapado de plantas encaramadas en la pared, cubren el nombre del lugar, la única luz a la distancia. Se dirige hasta allí, con el pesado cuerpo a cuestas, y el ruido de los motores que lo llaman siempre.

En la puerta dice:

«Se prohíbe fumar, se prohíbe hablar con el garzón, se prohíbe piropear a la cocinera, se prohíbe el baño a clientes de otro bar.»

-Déme algo para sentirme mejor. Acabo de fracasar en un intento de suicidio. –

-Si claro, siempre viene gente diciendo lo mismo, y después se van sin pagar la cuenta. Como si yo tuviera compasión por los locos. No señor, váyase de aquí antes que llame a la policía, o pague de antemano y quedese tranquilo. No quiero problemas.-

– Tengo un arma –

– No le creo… usted no tiene cara de dispararle a nadie.-

– Está bien, deme un submarino…. y un vaso de ron.-

Al otro lado de la ventana la lluvia parece no molestar al tráfico. Las heridas del agua en los charcos comienzan a formar olas que se estrellan contra la vereda, y los taxis desparraman la corriente hacia el bandejón. El alero del bar es un buen sitio para cubrirse de la lluvia, que ahora cae copiosamente sobre la avenida.

Sus ojos, ahogados de rabia y fracaso, observan el gris pavimento; un eco profundo que se prolonga en las paredes y los espejos, y sabe que será imposible cumplir su final. ¿No será demasiado sufrimiento? No. No has visto nada, piensa. Rendido, acude al recuerdo que lo condena. Y esa cobardía, ese refugio acuoso es como un vientre que lo contiene, y lo lleva a separarse del presente aferrándose a evocaciones futuras, perdido en dos dimensiones, en dos deseos imposibles. En ese absurdo esfuerzo anula su propia conciencia. Sus ojos se clavan en un rostro que lo observa desde la ventana. Un niño, de unos ocho años,  ausculta los manjares que se exhiben detrás del mostrador. Desliza su lengua por los labios mojados, y bebiendo gotas de lluvia trata de sentir esos sabores, imaginando esos aromas preciosos y distantes. Sus miradas se cruzan y el rostro enjuto del niño hace al joven sentirse miserable. El cuadro es penoso, y aún así encierra una extraña belleza; es una razón para el instinto, un instinto de la voluntad, una voluntad para la razón.

Como en cualquier barrio de Guayaquil, Santa Cruz o Montevideo, millones sobreviven a la triste historia de América del sur. Y como si esto fuera poco, la historia se repite constantemente. El niño busca la mirada del joven que lo ha comprado con sus ojos verdes y le señala un pastelito en el mostrador. El muchacho baja la vista y toma un sorbo de leche, evitando el gesto con la misma apatía de sus semejantes. La cruel cabeza gacha, tragando el vapor de la taza caliente.

¿Y si fuera Buenos Aires?, por decir una ciudad. ¿ Y si sólo fuera un barrio, una calle, este café goteando bajo la lluvia?

¿Y si no fuera más que otra historia sin conflicto? ¿Qué más puede pretender un hombre que no quiere vivir? Supuestamente nada, salvo el fin del conflicto.

La causa de la acción, casual e impredecible, despliega una abanico de respuestas que mantienen intacto el primer motor del problema, y todo es contexto alrededor de la situación. Ahora, comienzo a creer más en la historia. Instantáneamente me veo allí, reflejado en la vitrina. Veo la lluvia, veo al niño hambriento mojándose los zapatos, y siento vergüenza de mí mismo.

De pronto, la silueta se desprende del asiento, bebe de un trago el vaso de ron y se dirige al baño. Yo observo al garzón, que ojea hacia la calle con la misma indiferencia que a todos sus clientes. El niño también lo observa, pero a mí no me ve. Parece como si este azaroso encuentro estuviera destinado a fracasar. Algunas personas, un grupo de estudiantes, se han sentado en la mesa del fondo, acaparando el bullicio del ambiente. El niño va a intentar meter su cabeza en la vidriera cuando el garzón lleve los platos a la cocina. Ya está en la puerta y nadie le ofrece resistencia. Es más, nadie siente compasión por su esfuerzo. Sigiloso, el pequeño se escabulle entre las piernas de una señora que sale del café y penetra hasta la vitrina.

Yo he llegado hasta su lado, invisible, y he tratado de oír su voz. Hasta la lluvia ha dejado de repiquetear y ensordece el ruido de los motores para que por un instante el silencio complete la escena.

La sombra, desenfrenada y estéril del joven suicida, irrumpe violentamente entre las mesas. El cuerpo, que arde por dentro, súbitamente se dirige al centro del salón, con un arma en la mano. Yo intento agarrarlo de los brazos, el cuello, las piernas, pero soy invisible, ya no existo en esta historia.

El garzón, desde la puerta de la cocina, descubre al niño que, aprovechando la confusión, se ha metido unos pastelitos entre los pantalones. Entonces, comienza a insultarlo, acercándose al chico con una cuchara de palo.

– Fuera de aquí, miechicas¡ – grita enajenado el garzón.

De espaldas, el joven, mirando fríamente al niño, intenta retomar su acto pero, algo confuso e inexplicable, le impide moverse. De un momento a otro su mente se ha borrado. El miedo lo acorrala una vez más y no sabe qué, no sabe cómo. Alcanza a colocar el caño frío del arma en su sien cuando escucha la voz del garzón que se acerca gritando: !!policía, ladrón¡¡ 

Pisando la voz del hombre, la frenada de un taxi y el bocinazo de un bus hacen retumbar los vidrios y las paredes. Y en menos de un segundo, luego de que las miradas del niño y el joven se cruzaran por una última vez, en ese instante, en que el mozo intenta correr tras el niño, en ese giro inconsciente del brazo derecho, es que la mano dispara el gatillo.

La bala atraviesa el pequeño cuerpo que se desploma en el piso brillante y pulcro del bar. Un silencio perdura ahora con una intensidad grave, horrorosa del crimen cometido. El infeliz suicida no es capaz de agacharse, ni de voltear el rostro sin vida del niño, mientras alguien ya ha llamado a una ambulancia. A lo lejos, la sirena de la policía parece decir que, de cualquier manera, es demasiado tarde para intentarlo de nuevo.

El Ticket (o la boleta)

Armando cocina unos espaguetis con boloñesa, sin darse cuenta de que, entre la tapa del sartén y la espesura de la salsa de tomate, se le ha colado la boleta del supermercado. El ticket desprende un carboncillo negro, liberando partículas de carbón de los códigos de barra marcados con láser en el papel. Armando, quién ya se ha tragado más de la mitad del plato, prefiere restarle importancia al asunto y acabar con su almuerzo, veinte minutos antes de las tres de la tarde, hora en que había convenido encontrarse con un amigo en la estación de trenes de Sants.

Iba por la calle con prisa y el estómago lleno, así que, por eso, pensó, caminaba con pesadez. Al cabo, cuántas porquerías habré comido sin darme cuenta. Estaba mirando un edificio nuevo, un rayo de sol reflejado en los cristales de la estación de trenes. Era un destello perfecto para esa hora del día y se detuvo a contemplarlo un instante.

Inhaló una bocanada de oxígeno, lo contuvo y lo exhaló en poco menos de tres segundos. Cuando todo el dióxido de carbono hubo abandonado sus venas, sintió como las piernas, antes de hierro, se le doblaban como dos espárragos. Cayó al piso, sus pulmones se cerraron y comenzó a toser de manera espasmódica, suponiendo ello un mayor esfuerzo para respirar. Armando pensó en la boleta nadando en su estómago y en sus fatales consecuencias. A pasos de la acera, el amigo que nunca llegó atravesaba la calle, cubierto por un paraguas. Alguien más se acercó a él, pero siguió su camino. Solo un campesino, que andaba haciendo trámites en la ciudad, lo ayudó a levantarse. Sólo esa persona fue capaz de cargarlo. Y como no sabía dónde ir, el buen hombre lo llevó a su casa. 

Armando viaja detrás de un camión con un montón de cajas de madera vacías, de cara al atardecer. Un mínimo grado de conciencia le permite recordar el plato de espaguetis, la salsa, la cara de su amigo en alguna parte, y un aroma a tierra y mierda de gallina. Al campesino sí lo recuerda mejor, él le había salvado la vida, y su rostro era lo único que no podía borrarse, eso y el código de barras nadando en su estómago.

Era de noche. El camión se detuvo junto a una ruta, Armando escuchó vehículos moviéndose a gran velocidad. También escuchó las olas. El hombre se bajó a mear cerca de la rueda, diciendo unas palabras en catalán que no comprendió, pero que querían decir que faltaba poco.

Llegaron a la casa junto a un muro que parecía haber estado allí por siglos. Un producto cartesiano aparecía sellando la imagen de una cifra indeterminada. El hombre lo ayudó a entrar y lo recostó junto a una chimenea de piedra. Todo era de piedra en aquella casa. Hasta el rostro de aquel hombre le parecía de una palpable dureza. Al poco rato aparecieron dos mujeres, calcadas de iguales, y Armando llegó a pensar que fueran espejismos. Pero un rápido cálculo mental le reveló que aquellas dos personas, que se habían multiplicado con su presencia llevando de aquí a allá cacerolas y alforjas de legumbres cocidas y fuet y queso de cabra para alimentarlo, en realidad eran una, y luego dos otra vez. Esta rara fórmula no tardó en revelarle también que a medida que pasaba el tiempo las figuras se reducían a referencias de una misma lectura; los números impresos en el código de barras de la boleta.

La cifra aparecía claramente, pero era al mismo tiempo imposible de recordar dado el número de dígitos que la componía, dando como resultado la presencia de sí mismo en aquella casa. Armando pensó en su propia contextura, inmiscuida en aquel espacio anacrónico del Empordá catalán. Un breve cálculo le llevó a comprender que su triste digestión había provocado una suerte de metamorfosis en su manera de representar la realidad. La materia devino en ecuaciones incalculables que iban devorando las formas, apropiándose de sus magnitudes y sus vectores, y todo esto para qué, ¿con qué fin?. Comprendió que cada cosa en este universo ocupa una cifra determinada, y que, a su vez, esos números ofrecen fórmulas infinitas en contacto con las demás. Recortado entre el fuego de la chimenea y la pared, la figura del hombre que lo había salvado aquella tarde, tallaba una oveja en un tronco de madera. El hombre parecía dispuesto a escucharlo. Y así lo hizo. Durante una hora o más, Armando elaboró un teorema numérico que resumía en cifras desde su infancia hasta el preciso segundo en que, asfixiado, había dejado de hablar.

Ahora bien, si todo era números y fórmulas y exactitud infinitesimal, ¿por qué lo abrazaba el desencanto? ¿Por qué hubiera preferido aquella tarde que ese dolor de estómago acabara con su vida y por qué no también con toda esta farsa literaria? Ahora, entre tantos números y abstracciones, sintió por primera vez que se le revelaba una verdad, entendida la verdad como la respuesta a una pregunta, que invariablemente es diferente para cada persona, pero que es, al mismo tiempo, una verdad absoluta. Y el cálculo, por cierto, expresado en cada una de esas cifras, producía en su mente nuevos sentidos, sobre la base de aquel azaroso encuentro. ¿Que tenía entonces de predestinado la aparición del campesino? Nada. Tal vez la voluntad del hombre en ayudarlo y el necesario auxilio habían confabulado para sellar este milagro.

Entonces, como si de una visión mística se tratase, el hombre se levantó y con él su sombra se despegó de la pared. Y abriendo la puerta de la cabaña, se dirigió hacia la orilla del mar. Armando lo siguió. No había luna esa noche, no había luz que los guiase y sin embargo Armando caminó seguro hacia la playa. Caminaba sin zapatos, sentía la fría arena en sus pies, y luego el agua que le iba llegando hasta el pecho. Vio algunos números, pero eran cifras inconmensurables, que tardaría siglos en descifrar, calculó. Sumergido ya entre las olas, comprendió que lo más cercano a la eternidad era un número cuyas cifras se perdían en la profundidad de un oleaje oscuro, donde ni él ni el campesino se diferenciaban ya, pues formaban parte de un punto donde se encontraba todo lo demás. Su memoria se unió a una constelación de números infinitos, escritos sobre el firmamento, como un puñado de estrellas.

La loca sin zapatos

Nadie sabe cuándo comenzó esta historia. Lo único que sé, es que estamos solos, absolutamente perdidos en un universo oscuro.

Muchos años atrás, alguien propuso la teoría de los cinco puntos cardinales; pero nadie la consideró viable y la idea fue desterrada del conocimiento. Habiéndose perdido el centro, acaeció una época en que el hombre deambuló por la vastedad de la tierra, sin saber exactamente donde quedaba el norte o el sur, el oriente o el occidente. Y viéndose perdido halló el vacío de su existencia. Hasta que Ella lo encontró.

Cuatro años más tarde, el hombre compraría unos caballos de fuerza con los cuales plantar una fábrica en el desierto de Atacama. Aquella fastuosa idea lo había convertido en empresario, y al poco tiempo fue nombrado alcalde, en una elección que no tuvo disputas. 

Yo conocí el busto y la ermita donde residen sus huesos. Un lugar húmedo, tenebroso, sin ningún atractivo turístico. En aquella gruta descansa toda su descendencia.

Intentaba leer las extrañas inscripciones en las lápidas, cuando escuché que chocaban piedras contra las paredes.

-¡¡¡Sal de ahí, hereje!!! Qué te has imaginao!!!!!- me gritaban desde el exterior.

Con suma precaución, y tratando de esquivar los proyectiles que me lanzaban un par de señoras apiñadas en la entrada de la gruta, logré ocultarme tras una mata de espino. He ahí mi mala suerte, que mi túnica se enganchó en una rama, despojándome de toda mi vestimenta. No llevaba calzoncillos.

-Degenerado!!! ¡¡¡Profanador!!! ¡¡¡POLICÍA!!!

Como no era mi intención atacarlas ni hacerles daño, opté por la vía diplomática, rogándoles que por favor me dieran un paño con el que cubrir mi accidentada desnudez. Una de ellas, la más anciana quizás, rasgó de su falda una faja de algodón que lanzó, cerrando los ojos, a unos metros de mí, como quién lanza un puñado de maníes a un mono del zoológico. Me sentía ridículo, parado allí, en la entrada de la gruta, tapándome el rabo con una tela rasgada, como en el tiempo de los hebreos.

Me llamo Javi, aunque recuerdo muy bien sus palabras. Jesús, Jesús, me llamaron. No podía comprender el malentendido, salvo hacer una venia de agradecimiento a las viejitas, a las que se había sumado un grupo de hombres y jóvenes de la aldea que venían de sus faenas en el valle. Las mujeres clamaban el nombre del profeta y debo confesar que por un momento me vi iluminado por un rayo misterioso. Mi mano izquierda hizo una seña con el puño en alto -para tapar un rayo de sol- que sin proponérselo repetían algunos espectadores. Estaba haciendo un circo de mí mismo. Tras un corto silencio, apareció de entre la multitud una figura a caballo que, aunque llevaba prisa, se tomó la molestia de hacer un solemne acto de presencia.

«Soy el alcalde de este pueblo, y he sabido por mis asesores que haces llamarte Jesús. Pues sabrás que yo no creo en esas tonterías, que mi familia ha dirigido este miserable pueblo desde tiempos inmemoriales, y que ese tal Jesús aquí no tiene ningún pito que tocar. Te daré dos horas para que te marches, luego de ese lapso, mis perros irán por ti. Ya estás avisado, cabrito.»

El hombre aquel, que hacía llamarse don Tito -que nombre más inofensivo y estúpido- no era más que un borracho, según el coro de mujeres que se habían sumado al sagrado mausoleo. 

Me decidí a caminar por el pueblo. Caminé durante horas. En círculos, porque aquel caserío apenas constaba de una cuadra a la redonda. Absurda disposición para un pueblo tan pequeño. En uno de esos rodeos, conocí a la mujer. Hacía calor, mucho calor. Ella vestía una larga túnica negra, como una viuda. Y no llevaba zapatos. Del camino emanaba un vapor sulfuroso como si el azufre del desierto se diluyera en un suelo líquido, plagado de espejismos. Pero a ella parecía no molestarle, sino todo lo contrario. Me sonreía. Yo bajé la cabeza, avergonzado.

– Eres el forastero – dijo – has venido a rescatarme. –

No supe qué contestar. Me tomó de la mano y salimos de ese círculo infinito hacia la extensión del desierto. El sol se iba recostando tras las montañas, y el viento, aquel viento que vuelve locos a los hombres, comenzó a silbar inesperadamente a nuestras espaldas. Deduje que nos dirigíamos a su cabaña, o a su cueva, o a lo que fuera su refugio. Bajamos por una quebrada, donde el aire se comprimía en un sonido agudo y ensordecedor. Caía la noche, aplastando al cielo contra la tierra. 

Llegamos a una casucha de latón bastante precaria. En el interior había otra mujer, recostada en un catre viejo. Y un perro, muy pequeño y blanco, que parecía desesperado. Me arañaba con sus pezuñas las piernas y gemía, como si estuviera loco. La mujer me llevó hasta el lecho de la anciana, y atrajo su mano hacia la mía. No puedo precisar la edad de esta mujer. Debía de tener cien años, por lo menos. Apenas corría por sus venas la sangre de la vida, y si era un espectro no podría asegurarlo. La mujer calentaba en un tarro de lata, una especie de infusión con hierbas del desierto. Sirvió un poco de aquel brebaje en un cuenco de madera para que se lo diera de beber. Escuché unas palabras, tal vez un gracias, pero no entendí su castellano. En una milésima de segundo me desvanecí. De pronto, tuve conciencia de que había venido a este lugar para salvar a aquellas almas. Comprendí que sobre la faz de la tierra no habría nadie destinado a esa labor más que yo mismo. Esa era mi inexorable misión. 

Mis rodillas sangraban. El perro continuaba en su odiosa tarea de arañarme. La mujer y la anciana parecían congeladas en una sombra proyectada en la pared. Todo ese instante atómico se había confabulado para propiciar el desenlace. Salí de la casa. La noche era oscura, plagada de estrellas azules. Junté algunos cajones de madera tirados alrededor del terreno y le prendí fuego a todo. Las llamas rápidamente abrazaron la casucha. A mi lado la mujer, miraba el lento ascenso de las llamas hacia las estrellas. 

Al día siguiente, no había allí más que un viejo cementerio y una tumba que rezaba; «La loca sin zapatos, hija del ilustre inventor«. Le pregunté su nombre, pero no dijo nada.

Toda la noche, oímos fogatas invisibles arder.