La ciudad termina en el borde difuso de un río, donde el agua se drena desde las calles, bajo túneles solamente conocidos por las ratas y los vagabundos, que encienden fogatas con bolsas de plástico, intentando ahuyentar el frio y el imparable grito de los automóviles, los trenes y la muchedumbre que transitan con tanto esmero a sus trabajos. Trabajos inútiles, ciertamente.
La ciudad comienza precisamente en ese borde, en una franja simple y llana donde el agua no brilla, sino que se proyecta como una mancha oscura sobre la noche del río de la Plata.
En la costanera, pequeños pájaros azules se acercan a las migajas que alguien ha arrojado sobre la vereda. Un pájaro diminuto se ha quedado solo frente a un buen trozo de pan, más que suficiente para su boca. Alguien, tal vez espere verlo arrebatar las migas del cemento y correr lo más deprisa hacia dónde sea; pues bien sabe el pájaro que no importa donde vaya, otros lo seguirán y tomarán su parte.
El espectador de la escena es un individuo que pasa por ahí, como los pájaros.
La luna, en tanto, coquetea con unas nubes curiosas que aterrizan en la ribera. El cuerpo de ese espectador, es llevado o empujado por el viento que lo arrastra hasta el fondo de la costanera. Pero los pájaros y el río permanecen, en una aparente quietud, en el fondo del cuadro.
– No puedo mas – confesó.
Diciendo esto descendio unas escalinatas.
Su traje, sus zapatos y hasta el peinado lucían con la luz los faroles de la avenida, mientras acercaba su cuerpo hacia el peldaño de mármol para encender un cigarrillo y fumar. Fuma y el humo no llega a desvanecerse mientras se replica que los turnos son muy largos, que no ha dormido bien, o sí, pero ya ni se acuerda, y el dinero ya no le alcanza para nada. Tiene la sensación de estar despierto incluso cuando está soñando.
-No te hagas problema- dijo la voz -cuando llegue el momento nos vamos a la mierda.
Tras un soplo de aire, el río comienza a escupir un vaho pegajoso. Es la niebla que proviene de las fábricas, y se impregna en la piel y en el pecho de los obreros, y en la frente de las mujeres, que en el portal de sus casas despiden de sus semidesnudos hijos, agotadas antes que el día comience a apalearlas. En ese tufo caliente, el hombre reitera lo dicho.
-Ahora es el momento, no pienso esperar un día más.-
Los pájaros y la noche se habían reunido en torno a esas sombras, como si lo escucharan. Dejarían la ciudad al amanecer. Dejarían por fin esa vida miserable, no sin antes dar una señal de que existieron en esta ciudad de escombros y muerte. Los pájaros se quedaron mudos. ¿Qué pensarían ellxs de nosotrxs? ¿Qué sentimientos tendrían hacia los humanos, además de ser una amenaza permanente? Entonces, hundido en el silencio absoluto, solo pudo pensar en la acción, en revertir ese mutismo en un canto magnífico, pleno de voces y de cuerpos y de tonos, compuesto por todos los vagidos y todos los azares posibles.
Trabajaba en el casino de la costanera. Miles de personas entraban por esas puertas para alimentar sus ilusiones con el azar. Ilusión, más bien, porque el azar es un truco que siempre se combina con algo nuevo, produciendo un efecto único; la incertidumbre de otro azaroso encuentro. Y el juego no es más un pretexto elaborado para engañar a la suerte, o a la ilusión de haberla tenido alguna vez.
Él conocía a sus clientes, conocía sus gestos, sus actitudes ansiosas e histéricas. Manejaba las cartas con destreza. Le decían El Mago. ¿La magia? La magia estaba en él de diferentes maneras. Sabía escuchar a los ludópatas, adictos a los discursos megalómanos y a las historias de éxito, aunque bien supieran lo miserables que sus vidas habían sido alrededor del juego. Hacía bien su trabajo y en el casino lo respetaban. Aunque allí, donde el dinero produce ataduras irreconciliables, nada pueda ser de verdad.
El Mago frecuentaba sitios clandestinos donde se reunía con otras personas a discutir, a conspirar, a imaginar el próximo movimiento entre las sombras, alimentando el espíritu sedicioso del Kaos. Tenía una herida en el ojo izquierdo cubierta por un parche, aunque una vez, vi detrás de ese hueco, vi como me miraba desde el vacío, y le pregunté que le había pasado. “Un accidente lamentable”, me contestó. Yo sabía que no había sido un accidente. Sucedió un par de años atrás. Había salido tarde del casino. Unos skinhead neonazis lo estaban esperando en la parada del autobús, y le dieron una paliza tan brutal que le reventaron el ojo con una cadena de bicicleta. Ahora usa un parche de pirata y sabe que tarde o temprano lo echaran del trabajo, por su aspecto y porque poco a poco ha empezado a perder destreza en las manos, su agilidad y equilibrio disminuyeron desde que perdió parte de la visión.
No escuches sus mentiras -dijo la voz- te arrastrarán hasta su nido y te comerán la boca.
El fumaba y dejaba salir el humo lentamente por las narices, ese humo denso de quién respira con fuerza, como queriendo exhalar el mundo. El fuego y el humo y los pájaros envolvían esa noche húmeda y pegajosa.
-No quiero seguir así- sentenció. – Quiero cruzar este maldito río, abrazar al viento de la ribera, y que me lleve lejos hasta que la ciudad desaparezca de mi vista.-
A las seis de la mañana, se oyó el estruendo. Los camiones repartidores del periódico, los taxistas somnolientos, los bohemios atrapados en su frenesí, todo el amanecer difuso y denso de esa madrugada se corrompió en una esquina del centro de la ciudad. Una bomba había sido colocada en la puerta de una sucursal bancaria. Algunos transeúntes se agolparon detrás de la barrera policial para presenciar horrorizados la escena de un cuerpo. Un cuerpo destrozado a unos metros de la vitrina, donde alguien había escrito algo que el impacto de la explosión había borrado. Y el cuerpo, o la sangre de ese cuerpo, derramada en toda la vereda, reflejaba el furioso sol del alba, como restallando en las gotas de sangre fresca estampadas en el muro.
El río, indiferente a ese atronador sonido, siguió drenando las aguas sucias de la ciudad hacia su vientre oscuro. La niebla de las fábricas, ahora teñida de un jirón de humo rojizo, se enroscó en los faroles como una serpiente perezosa. Y los pájaros azules, espantados por el trueno de los cristales, habían volado hacia los juncos de la ribera. Pero uno, el más pequeño, regresó.
Se posó en la baranda de mármol, junto a la orilla de la costanera, justo donde unas horas antes el desconocido había arrojado el trozo de pan. El pájaro observó con su ojo redondo y negro, un punto de quietud en el mundo que acababa de romperse. No picoteó las migajas esta vez. Solo estuvo allí, como un centinela minúsculo, mirando hacia donde la oscura mancha del agua se fundía con la mancha oscura del cielo.
Más allá de la barrera policial, entre el rumor confuso de sirenas y gritos, un zapato de cuero, idéntico a los que lucían con la luz de los faroles, yacía en el cordón de la vereda. La suela, casi nueva, apuntaba hacia el río. No hacia el banco destrozado, ni hacia la ciudad que comenzaba a despertar con su imparable grito de automóviles y muchedumbre. Apuntaba, con una determinación póstuma e inquietante, hacia la franja opaca del agua, que apenas reflejaba el mundo.
Tal vez el Mago, en un último acto de ilusión, había logrado por fin escuchar el canto de los pájaros. No ese magnífico coro con el que soñaba, sino otro más antiguo y profundo: el silbido del viento sobre el barro, el chapoteo de las ratas en los túneles, el aleteo seco de ese pájaro que había decidido no llevarse el trozo de pan.
El río lo recibió todo. La sangre, el humo, el eco de la explosión, los discursos megalómanos y la herida del ojo arrancado en ese fondo oscuro y silencioso. Lo recibió sin prisa, como había recibido las migajas, las bolsas de plástico y la niebla pegajosa de la ciudad, que volvería, en sus bordes, a comenzar otro turno de trabajos inútiles, otro dia de rutinas sin sentido, mientras el agua, con su flujo lento y paciente, continua arrastrando la única señal que alguien puede dejar en este mundo decadente: la evidencia, diluida, de haber intentado, furiosa y torpemente, de incendiar el horizonte.