Él no lo sabe, pero dentro de sí lleva un monstruo. Detrás de esa sonrisa inocente y afable esconde un demonio que clama por salir en cualquier momento y romper la costura de su cuerpo torpe y desproporcionado. Desde niño tuvo las extremidades largas; en cierto sentido, su forma presagiaba la presencia de un ser oscuro, oculto entre la timidez y el desencanto de una vida solitaria.
Su padre, un hombre de negocios de carácter metálico, siempre le hizo sentir poca cosa. Y su madre, una judía con estudios en Yale y una gran capacidad para enseñar, pero débil de carácter, habría de señalarle el camino de la rectitud moral y las normas civilizadas de una familia burguesa. Ese no era el estilo de su padre, y él tampoco fue un modelo a seguir.
El hecho de que heredara el negocio familiar fue una desafortunada casualidad. Aunque se sabe que las casualidades son, en verdad, el efecto de algún mal movimiento, y para el caso, esta fue la causa de todos sus males. Su hermana —más bien, su media hermana—, hija de una mujer con quien su padre tuvo una aventura que nadie jamás conoció, era la legítima heredera del negocio. Ella era una copia fiel de su padre: ambiciosa, dura, de un filo que cortaba el aire con la mirada. Era ella quien debía tomar las riendas del imperio económico. Pero no fue así.
Será por eso que el destino de esa mujer quedó signado por un misterio irresoluto, encarnando toda la energía del padre, toda la astucia y, al mismo tiempo, toda la maldad, sin ser una mala persona. Es que las apariencias engañan hasta al propio portador de la desgracia. Hasta el momento en que la vida te pone frente a un espejo que no puedes negar, no puedes cerrar los ojos ante tu verdadero yo.
Lo cierto es que una noche salió de improviso a la calle, con los ojos enrojecidos por la flama oscura del insomnio. Cogió el auto y manejó sin saber muy bien hacia dónde iba, hasta que, antes del amanecer, en medio de un camino boscoso, sacó la pistola que tenía guardada en la guantera. Salió del coche como un endemoniado y caminó unos metros entre la hierba espesa. Entonces comenzó a disparar. Disparó al vacío, a la oscuridad del bosque. Disparos a la nada, o tal vez hacia sí mismo, quién sabe. Pero eso le gustó; le pareció divertido.
Al volver a casa cayó en un profundo sueño. En el sueño era de nuevo un niño: el mismo niño torpe y desangelado. Pero, a diferencia de sus recuerdos —aunque borrosos—, estaba rodeado de otros niños que jugaban algo entretenido. Al despertar sintió una calma profunda, como si hubiera enterrado algo que no sabía dónde esconder. Comprendió entonces que siempre había actuado según las reglas, y que eso ya no tenía sentido, porque se había liberado del peso moral de ser alguien más.
A partir de ese momento comenzó a beber y a frecuentar prostíbulos. Una energía imparable se había apoderado de su cuerpo insatisfecho —quizás en desuso—, y ahora sentía que la sangre le corría con violencia. El corazón palpitaba a un ritmo frenético. Comenzó a consumir cocaína. Nunca había probado las drogas, pero era como si toda su vida hubiese sido un adicto a todo. Casi sentía que no le hacían efecto, porque, por fin, se sentía él mismo. Él, y no el otro: el niño acobardado tras las faldas de su madre, temeroso del castigo de su padre. Ahora era dueño del mundo y de su destino.
Solía entonces salir de madrugada, a veces sin haber dormido, y disparar a los árboles. Una noche de invierno, la luna iluminaba la nieve con un resplandor azulado y profundo; podía verse entre las ramas el fondo del paisaje. Disparó a unos troncos, y de pronto una sombra emergió desde el fondo blanquecino. Parecía un gato, pero un gato enorme. Cuando lo tuvo a cierta distancia, pudo contemplar el cuerpo majestuoso del animal: un tigre albino, casi un fantasma, con la mirada fija en su cuerpo. La mirada de un cazador que ha encontrado a su presa.
En lugar de empuñar el arma en señal de intimidación, se quedó perplejo ante el imponente animal.
El tigre avanzó unos pasos, lento, sereno, como si cada movimiento respondiera a una coreografía secreta. El hombre, inmóvil, sintió que el aire se congelaba en su garganta. El brillo lunar se reflejaba en el pelaje blanco, y por un instante creyó ver en esos ojos su propio reflejo, multiplicado y deformado, como si el animal fuera el espejo que la vida le había negado.
El tigre se detuvo frente a él. El hombre bajó el arma. No sabía si era por miedo o por una súbita certeza: aquel ser no venía a matarlo, sino a reclamar lo que le pertenecía.
Entonces el animal se abalanzó. No hubo gritos ni disparos. Solo el sonido de la nieve cediendo bajo el peso de ambos cuerpos, y luego un silencio espeso, casi dulce.
Cuando amaneció, el coche seguía en la orilla del camino, con la puerta abierta y las huellas borradas por la escarcha. Nadie volvió a verlo. Pero algunos leñadores, al pasar por el bosque, juraron haber visto, entre la niebla, la silueta de un tigre blanco que caminaba erguido, con ojos humanos y una sonrisa apenas visible bajo la luz gris del invierno.