Hay un enigma oculto detrás de lo aparente. Una realidad que insiste en no revelarse, aun cuando lucha por recuperar su status de cosa viva, y a pesar de su constante negación, y que atraviesa la mera existencia en las sombras. La realidad siempre estuvo aquí, agazapada en los pliegues de la rutina, como se deja pasar un tren que no conduce a ninguna parte.
En ese universo de lenguajes invisibles, se dibuja la silueta de un objeto que desaparece cada vez que nos acercamos a él. Es la imagen de quién huye de sí mismo como de su vago reflejo, convirtiendo aquello que lo persigue en su perseguidor. De eso se trata el camuflaje, de existir en la piel de otro cuerpo, plenamente consciente de su forma de huésped, alojado en las fibras más estrechas de una mentalidad hastiada por espíritus críticos en un mundo superfluo, demasiado sensible para esta sociedad psicópata y carnívora.
Existen puertas que cruzan portales que conducen a salidas. Esto es el laberinto. En él, soy consumido como un trozo de carbón a fuego lento. Cada día nace una nueva expectativa por ver la luz. Y sin embargo, cuánto más atravesamos por estos umbrales, mayor es la confusión, mayor el desconsuelo. Y quién será capaz de darme una respuesta entre tantos falsos profetas holísticos, payasos disfrazados de sabios, tecnócratas que fijan los márgenes del mundo con ideas como el patriotismo xenófobo y obediencia a la bandera del consumo. Quién podrá descifrar los hilos de esta trama y cortar al fin los nudos, para devorarnos en un acto de canibalismo social y revolucionario. Este pasadizo existe en la perversión de lo visible, que actúa cuando es percibida, como el tacto convoca a la memoria de la piel cuando se toca a si misma. Oscuro tránsito por orillas de lo incognoscible, porque lo que se expande es el miedo a la luz radiante que nos quema. El éxtasis quema. Todo lo demás es un pasatiempo. Y como el tiempo lo deteriora todo, ese placer termina por volverse rechazo absoluto, desconexión de los cuerpos… ¿y para qué? para devolvernos al individuo, que nos empuja a alejarnos de todo lo demás.
Lo incognoscible es aquello que nos sostiene. A pesar de ello, justificamos el mundo con dispositivos morales, reglamentos y técnicas que hacen girar esta rueda funesta. Existimos en la falacia de este panteón llamado mundo. Claudicamos a cambio de propinas y aplausos. El tiempo dirá que no hicimos lo suficiente, solo lo que pudimos. Y siempre se puede más. No hay límite en las posibilidades infinitas de un futuro incierto. Incertidumbre y caos mueven el cielo y sus constelaciones. El objetivo del universo es la expansión, y en ello se le va su existencia. Pero no hay forma imponerle una lógica al crecimiento. Las raíces del árbol buscan entre la tierra su espacio y, aunque el mapa sea el mismo, cada raíz es una extensión de un cuerpo que no para de crecer.
Al fin se llega a la misma conclusión. Somos “ignorantes de la energia que nos habita”, y avanzamos como sonámbulos dentro de una claridad tan feroz que, en lugar de guiarnos, nos devora la vista.