La historia se piensa mientras se escribe. Ocurre en una ciudad vacía. En realidad, los márgenes de una megalópolis que ha relegado a sus orillas los vestigios de un pasado irreconciliable con su presente sintético. Una ciudad dentro de otra ciudad. La una, abandonada y en ruinas. La otra, desbordada, pero carente de alma.
Una persona sale de su zona -de confort- y se adentra en este viaje arqueológico de la memoria, una memoria clausurada, que se resiste a morir.
En medio de las calles en ruinas, los gatos y los niños corren libremente. Se despliega un territorio sin dueños, sin represores, sin reglas. Los fantasmas también abundan en sus calles. Hacen chirriar las puertas, dejan caer objetos desde los tejados, como señales de una existencia futil y efímera. Algunos funcionarios de escasa jerarquía realizan tareas burocráticas. Vestidos con uniformes restallantes, toman notas en tablets o sacan fotografías al vacío, en un acto de inutilidad o de absurdo propio de las instituciones estatales.
En el recorrido se encuentra con otros errantes. Algunos han ocupado los tejados y encienden fogatas que brillan como antorchas desde la cumbre de la colina. Aún queda en pie un templo al que acuden algunos fieles a rezar sus últimas plegarias, como si fuera el fin del mundo o el principio de uno nuevo. Es preciso despedirse de los viejos dioses, enterrar los viejos dogmas y erigir bajo la llama del progreso la nueva religión del dinero. La tecnología es la llave para la inmortalidad. Ya no se predica en nombre de ningún dios, cada uno puede serlo.
En una pequeña habitación, abrazada por el moho y una mancha de fuego, nuestro personaje adopta una actitud de recogimiento; un pequeño cuerpo yace inerte en el piso. No es un cuerpo humano, no es un cuerpo animal, es solo un cuerpo, un organismo que ha sido desmembrado. La imagen recuerda las masacres de un presente que se muestra como pasado en televisores viejos. La ciudad reniega del horror y ofrece relucientes destellos del espectáculo; hasta la muerte da risa en esta historia. Las pantallas se llenan de rostros muertos, maquillados como vivos para no parecer lo que realmente son; cadáveres y restos. Es la nueva tendencia de un futuro precedido por el algoritmo. Es el remanente de la vieja ciudad, que da paso a un nuevo complejo de agujeros y túneles por donde la vida se desplaza sin más propósito que el de cumplir con el programa de gobierno. La ciudad sin alma. La ciudad sin espíritus.