Nadie sabe cuándo comenzó esta historia. Lo único que sé, es que estamos solos, absolutamente perdidos en un universo oscuro.
Muchos años atrás, alguien propuso la teoría de los cinco puntos cardinales; pero nadie la consideró viable y la idea fue desterrada del conocimiento. Habiéndose perdido el centro, acaeció una época en que el hombre deambuló por la vastedad de la tierra, sin saber exactamente donde quedaba el norte o el sur, el oriente o el occidente. Y viéndose perdido halló el vacío de su existencia. Hasta que Ella lo encontró.
Cuatro años más tarde, el hombre compraría unos caballos de fuerza con los cuales plantar una fábrica en el desierto de Atacama. Aquella fastuosa idea lo había convertido en empresario, y al poco tiempo fue nombrado alcalde, en una elección que no tuvo disputas.
Yo conocí el busto y la ermita donde residen sus huesos. Un lugar húmedo, tenebroso, sin ningún atractivo turístico. En aquella gruta descansa toda su descendencia.
Intentaba leer las extrañas inscripciones en las lápidas, cuando escuché que chocaban piedras contra las paredes.
-¡¡¡Sal de ahí, hereje!!! Qué te has imaginao!!!!!- me gritaban desde el exterior.
Con suma precaución, y tratando de esquivar los proyectiles que me lanzaban un par de señoras apiñadas en la entrada de la gruta, logré ocultarme tras una mata de espino. He ahí mi mala suerte, que mi túnica se enganchó en una rama, despojándome de toda mi vestimenta. No llevaba calzoncillos.
-Degenerado!!! ¡¡¡Profanador!!! ¡¡¡POLICÍA!!!
Como no era mi intención atacarlas ni hacerles daño, opté por la vía diplomática, rogándoles que por favor me dieran un paño con el que cubrir mi accidentada desnudez. Una de ellas, la más anciana quizás, rasgó de su falda una faja de algodón que lanzó, cerrando los ojos, a unos metros de mí, como quién lanza un puñado de maníes a un mono del zoológico. Me sentía ridículo, parado allí, en la entrada de la gruta, tapándome el rabo con una tela rasgada, como en el tiempo de los hebreos.
Me llamo Javi, aunque recuerdo muy bien sus palabras. Jesús, Jesús, me llamaron. No podía comprender el malentendido, salvo hacer una venia de agradecimiento a las viejitas, a las que se había sumado un grupo de hombres y jóvenes de la aldea que venían de sus faenas en el valle. Las mujeres clamaban el nombre del profeta y debo confesar que por un momento me vi iluminado por un rayo misterioso. Mi mano izquierda hizo una seña con el puño en alto -para tapar un rayo de sol- que sin proponérselo repetían algunos espectadores. Estaba haciendo un circo de mí mismo. Tras un corto silencio, apareció de entre la multitud una figura a caballo que, aunque llevaba prisa, se tomó la molestia de hacer un solemne acto de presencia.
«Soy el alcalde de este pueblo, y he sabido por mis asesores que haces llamarte Jesús. Pues sabrás que yo no creo en esas tonterías, que mi familia ha dirigido este miserable pueblo desde tiempos inmemoriales, y que ese tal Jesús aquí no tiene ningún pito que tocar. Te daré dos horas para que te marches, luego de ese lapso, mis perros irán por ti. Ya estás avisado, cabrito.»
El hombre aquel, que hacía llamarse don Tito -que nombre más inofensivo y estúpido- no era más que un borracho, según el coro de mujeres que se habían sumado al sagrado mausoleo.
Me decidí a caminar por el pueblo. Caminé durante horas. En círculos, porque aquel caserío apenas constaba de una cuadra a la redonda. Absurda disposición para un pueblo tan pequeño. En uno de esos rodeos, conocí a la mujer. Hacía calor, mucho calor. Ella vestía una larga túnica negra, como una viuda. Y no llevaba zapatos. Del camino emanaba un vapor sulfuroso como si el azufre del desierto se diluyera en un suelo líquido, plagado de espejismos. Pero a ella parecía no molestarle, sino todo lo contrario. Me sonreía. Yo bajé la cabeza, avergonzado.
– Eres el forastero – dijo – has venido a rescatarme. –
No supe qué contestar. Me tomó de la mano y salimos de ese círculo infinito hacia la extensión del desierto. El sol se iba recostando tras las montañas, y el viento, aquel viento que vuelve locos a los hombres, comenzó a silbar inesperadamente a nuestras espaldas. Deduje que nos dirigíamos a su cabaña, o a su cueva, o a lo que fuera su refugio. Bajamos por una quebrada, donde el aire se comprimía en un sonido agudo y ensordecedor. Caía la noche, aplastando al cielo contra la tierra.
Llegamos a una casucha de latón bastante precaria. En el interior había otra mujer, recostada en un catre viejo. Y un perro, muy pequeño y blanco, que parecía desesperado. Me arañaba con sus pezuñas las piernas y gemía, como si estuviera loco. La mujer me llevó hasta el lecho de la anciana, y atrajo su mano hacia la mía. No puedo precisar la edad de esta mujer. Debía de tener cien años, por lo menos. Apenas corría por sus venas la sangre de la vida, y si era un espectro no podría asegurarlo. La mujer calentaba en un tarro de lata, una especie de infusión con hierbas del desierto. Sirvió un poco de aquel brebaje en un cuenco de madera para que se lo diera de beber. Escuché unas palabras, tal vez un gracias, pero no entendí su castellano. En una milésima de segundo me desvanecí. De pronto, tuve conciencia de que había venido a este lugar para salvar a aquellas almas. Comprendí que sobre la faz de la tierra no habría nadie destinado a esa labor más que yo mismo. Esa era mi inexorable misión.
Mis rodillas sangraban. El perro continuaba en su odiosa tarea de arañarme. La mujer y la anciana parecían congeladas en una sombra proyectada en la pared. Todo ese instante atómico se había confabulado para propiciar el desenlace. Salí de la casa. La noche era oscura, plagada de estrellas azules. Junté algunos cajones de madera tirados alrededor del terreno y le prendí fuego a todo. Las llamas rápidamente abrazaron la casucha. A mi lado la mujer, miraba el lento ascenso de las llamas hacia las estrellas.
Al día siguiente, no había allí más que un viejo cementerio y una tumba que rezaba; «La loca sin zapatos, hija del ilustre inventor«. Le pregunté su nombre, pero no dijo nada.
Toda la noche, oímos fogatas invisibles arder.