Atando el nudo de su corbata, Antonio recuerda aquello que le dijo su compañera medio dormida al despertar. Mujer que amaba con total ceguera, como solo se puede amar en esta vida, una vida que a Antonio le parecía ser simple y llana hipocresía.
No comprendió sus palabras sino hasta demasiado tarde esa mañana, mientras se vestía en el baño. Pensó que llegaría tarde al trabajo y el sueño se quedó atrapado en el pensamiento de ella, mientras ella lo soñaba, hasta unos segundos después de abrir los ojos entre murmullos y esfumarse como algo impreciso que no puede ser descifrado fácilmente. Si aquel sueño era importante, pensó, ella lo llamaría por teléfono.
Aquella mañana se presentó nublada en la ciudad. El lunes todo se mueve rápido, concatenando acciones previas con las próximas actividades, todos sumidos entre la desesperanza y el tedio de trabajos cien por ciento mecánicos e inútiles. Cada semana se reproducía igual a la anterior, cada día era una previsión de la siguiente y todo se desarrollaba de manera más bien circular. La sociedad entera funcionaba como un reloj. Antonio se consideraba una pieza más del engranaje social, y si no fuera por ella, por ese amor incondicional que le tenía, hubiese desistido de continuar con esa rutina asfixiante. Ella era un motivo suficiente para transformar su gris existencia en radiante claridad. No veía las cosas negativamente, sino más bien se negaba a crear una mala imagen de sí mismo y de los que le rodeaban. Era del tipo de personas que aceptan las cosas tal como son. En el fondo creía que la gente hacía lo que hacía por amor, por estar bien. Si se mataban unos a otros era por pasión.
“Anoche soñé con pingüinos. Llegaron volando sobre los edificios. Miles de pingüinos de ojos rasgados y oscuros. Los vi descender por la calle, y quedarse ahí. Los vi como descansaban después de nadar por los aires, hinchados de alegría. Me vi en ese instante como si fuera uno de ellos. Volé como un pájaro sin alas sobre la ciudadela. Atardecía y una espectacular aureola de nubes de colores vibraba en la arena de una playa que el viento se encargaría poco a poco de borrar.”
Sales a comprar unos artículos a la librería. Entonces bajas por el ascensor. En el cuarto piso sube una mujer. En el tercero suben dos señoras de la limpieza y un oficinista senior. En el segundo finalmente no sube nadie. El silencio se corta con los pasos reverberantes del recibidor, mientras las señoras de la limpieza te miran compasivamente.
Deambulas, caminas por el filo de la vereda. Enciendes un cigarrillo y lo apagas enseguida. Pasas por la puerta de una librería y decides seguir andando. Más adelante encontrarás otra vitrina que también dejarás pasar. Caminas varias cuadras hasta que de pronto se hace tarde. Está oscureciendo. Estás en una esquina que desconoces. Desconcertado levantas el celular. “Hola, si, tuve un accidente. Me llevaron al hospital. Como que me golpeé en la cabeza. Tardaron haciéndome exámenes, al final me dijeron que no tenía nada, pero tengo que guardar reposo unos días. Debo estar hasta el miércoles en el hospital, cualquier cosa me llamas allá.” Cuelgas abruptamente. Ahora estás viendo que, de no volver en tres días, mejor será no volver nunca más.
La primera noche Antonio durmió en el parque. Con los pesos que le quedaban, compró un paquete de cigarrillos y una botella de jugo, compró un encendedor y guardó las últimas monedas que le quedaban para hacer un llamado telefónico. Al día siguiente, su ropa parecía un poco gastada, roída por la calle y la noche. Al pensar en su mujer, en aquella frase que le taladraba el cerebro, solo supo evocar una imagen, un recuerdo que siempre estuvo oculto en su memoria por considerarlo desagradable. A diferencia de aquellas imágenes que suprimen la forma de lo representado, siendo ellas nada más que breves ilusiones en un tiempo que no tiene lugar, las suyas son más bien proyecciones que actúan como burdo soporte de la realidad, transformando el deseo en resignación, en una falsa imagen de sí mismo y de todo lo que le rodea. Entonces, se da cuenta que ella finalmente tenía razón. Siempre la tuvo, pensó. Soy menos de lo que creo ser y más de lo que nunca seré, se dijo, como si fuera una misteriosa revelación. Siguió vagando por las calles, noctámbulo, casi ciego y sordo, hasta quedarse dormido entre las matas del parque.
Al tercer día, volvió a la oficina como mecánicamente, esta vez transformado en un demonio cuya cola se arrastra por los pasillos y deja un olor a mierda y a azufre impregnado en los sofás, en las sillas tapizadas de ese horrible color azul milico, ese incómodo azul que no se parece en nada al cielo que soñaba, al bosque que se olía en su cuerpo tras las noches entre los arbustos del parque. No tenía intenciones de herir a nadie, aunque su sola presencia resultara en una ausencia insoportable. Desenfundó un cuchillo que había robado en la cocina de un hotel, no sabe cómo había entrado allí pero el hecho es que su mano empuñaba el filo con total naturalidad. Se propuso asesinar al dueño o al gerente, aunque fuese en sí misma una empresa imposible, ya que los guardias lo detendrían antes de llegar al pasillo. Entonces comenzó a cortar los cables de red que conectan las computadoras con el servidor central, y de paso rajar esos inmundos muebles mientras recordaba vagamente a su compañera, aunque era esa frase maldita la que le hacía eco, como si fuese la clave de un acertijo para abrir un portal, por el cual escapar de toda esa vida de mierda que jamás pudo hacerlo feliz. Y allí estaba, tratando de sacarse de encima a los guardias y los empleados, que en un gesto de heroísmo intentaron detenerlo, no para ayudarlo, no para contener su ira, sino para defender su maldito puesto de trabajo, su miserable posición de clase que los mantenía siempre al margen de sus verdaderos deseos. Más de alguno sintió que esa energía se apoderaba de su espíritu, pero se contuvo, mientras un grupo de paramédicos le sujetaban los brazos con una camisa de fuerza que de a poco le cortaba la respiración. El nudo de la corbata aún le apretaba el pecho y sintió una asfixia en el corazón, como si fuera un condenado a la horca. Descompuesto pero liberado de toda culpa, esgrimió un graznido de pájaro, o de un animal que se sabe camino al matadero. Después, un silencio culposo se apoderó de los pasillos para luego de un instante retomar el compás frenético de la rutina habitual.