0
Evocando a Freud, o más bien invocando sus teorías, el escritor se pregunta si el psicoanálisis puede afectar en algún modo su escritura. La felicidad no está en una puta botella, piensa o dice o se escucha a sí mismo, mientras desabraza lentamente su cuerpo de la almohada.
Ha escrito una novela en pocas semanas, impelido por una fuerza externa, que lo arrastra hacia la última frase de la historia, obligándolo a desplegar toda su energía solo para llenar unas cuantas páginas blancas que tiene la impresión, nadie leerá.
No obstante, pasa noches enteras escribiendo, y durante las horas del día frecuenta bibliotecas en busca de un rayo de inspiración. La ficción extraída del sustrato de lo cotidiano también produce un extraño efecto en el escritor, cada día más comprometido con una tarea que considera imposible de acabar. Se ha tomado el trabajo de corregir el libro tres, cuatro, cinco veces, y ha sometido su mente a un desgaste extremo. Está agotado, diluido en sus análisis. Lo único que le motiva a seguir adelante, es su obsesión por no dejar nada a medias. Entonces, para aprovechar mejor el tiempo, piensa en dividirse.
1
El escritor de adentro considera que solo es posible una rebelión radical de la acción literaria, mientras que el escritor de afuera prefiere ser más cauto y pedir consejo a los especialistas. Especialistas. Una palabra que el escritor de adentro está decidido a no incluir en su parte de la obra, por considerarla inconsistente.
Al tachar las frases, cuestiona las relaciones entre los conceptos; ¿qué sentido tiene el orden impuesto del lenguaje? ¿acaso un papel escrito pudiera prescindir de su significado para adoptar uno nuevo y radicalmente distinto? ¿Dónde quedó el verdadero significado de las palabras y las cosas? ¿qué quieren decir esos garabatos, cuando no queda otra forma de hacerse comprender por los demás? El escritor de afuera cree que su adversario político es el único capaz de responder a ello, ese literato de vuelo rasante, escritorcillo de mesa cuadrada, condenado a frases célebres que a nadie terminan de convencer. El escritor de adentro se apoya en su hombro. No te preocupes, le dice, aquí solo estamos los dos.
2
La crítica. Esa innominable categoría de los que consideran buenas ciertas obras y otras no. ¿Y dónde encaja aquella literatura que no puede clasificarse porque atenta contra las formas impuestas de la expresión, que bajo la tutela de lo inteligible expresa órdenes taxativas al comportamiento de esas frases? Es curioso que aquellas obras excéntricas e incomprensibles queden dentro de la primera clasificación, mientras que todo lo que atenta contra la coherencia narrativa, sea incluido en la pila infinita de libros que nunca se leerán. Como si fueran delirios escritos por locos Quijanos sin ningún apego a la sintaxis, sino más bien entregados al sádico instinto de escupir arbitrariamente la ficción. El escritor de afuera se pregunta hasta qué punto uno no depende de lo otro y viceversa. Si de tanto en tanto no puede extraerse de toda esta mierda un producto digno de las vitrinas, ¿para qué escribir?
3
El público aplaude levantándose de sus asientos. ¿A qué se debe semejante alegría? ¿Ha sido el concierto una obra maestra? Pues para la gran mayoría, sí. En cambio, el escritor de afuera continúa ansioso, como si la música no acallara las frases que reverberan en su cerebro. Su acompañante, una joven estudiante de filología, no ha notado ningún cambio en el escritor. Es más, siempre lo ha considerado un ser opaco y aburrido. Mas no por ello deja de parecerle interesante. Guarda la secreta esperanza de que en el fondo sea un niño temeroso y sumiso. Pero es difícil saberlo. Apenas conoce de él lo que dicta en sus clases de la universidad. Y de ello habla constantemente, como una manera de no hablar de otra cosa. En cambio, el escritor no piensa en ella como una mujer en busca de estabilidad y protección, sino que siente un irrefrenable deseo carnal, pero platónico, al menos en la práctica. Es una de las mujeres que aparecen en su novela, pero con 20 años de más. Ella no lo sabe ni lo adivina, y continuarán yendo, o no, al cine o al teatro el primer viernes de cada mes y entre ellos, lo sabe, jamás pasará nada.
4
La historia es más importante que la realidad. Por más que necesite comer, desear, ser amado, el escritor de afuera vive sumergido en la niebla. Una niebla oscura, por cierto, porque hay neblinas claras que son como un manto benigno donde uno puede llegar a esconderse y hasta sentir su contención. Pero esta niebla no, es densa y oscura y en ella el escritor se siente perdido. ¿Hasta cuándo volverá a escribir las mismas frases? ¿Hasta cuándo va a utilizar los mismos recursos y tópicos que tanto le fastidian pero que no consigue abandonar? Hay noches en que se representa a sí mismo como un personaje de su obra, y eso lo hace sentir auténtico. En esos instantes, el escritor de adentro ha traspasado la frontera y en ese campo de batalla puede que se derrame menos sangre que palabras y que todo el sufrimiento acumulado durante años prospere en algo parecido a la sensación de libertad.
5
El escritor de adentro piensa en suicidarse. Para qué continuar con esta farsa, se dice a sí mismo, y automáticamente su pensamiento queda escrito en una página sin numerar. Todo tiene sentido con la muerte, susurra, sin querer decirlo demasiadas veces o demasiado alto, como para que no se convierta en otra sentencia literaria. Pero es lo único cierto, cierto en tanto que todo lo demás es una absurda mentira.
6
El escritor de afuera mira desde la ventana de un tren. Observa la velocidad, escucha el cuerpo de ese tren, desplazándose por una extensa llanura donde nada ha sido nombrado aún. En ese territorio, atravesado por el tren, pero donde no existen los mapas, habita un tiempo sin cadenas. El viaje le recuerda algo que no sabe bien si vivió o si lo había escrito. Afuera el sonido desaparece ante el lento oscilar de los rieles. Viajando a gran velocidad parece que no se moviera el mundo, o es que uno permanece quieto ante semejante vértigo. El escritor piensa lo difícil que es sobrevivir en un universo tan grande cargando una existencia tan pequeña. El sueño lo recorre con el mismo oscilar de las vías, acurrucándolo hasta perderlo en un paisaje en miniatura, una especie de maqueta en la que el escritor, de tamaño natural, observa las pequeñas gentes desarrollando su vida cotidiana. Vaya mierda, piensa desde lejos, más arriba de los edificios y las torres, hamacado en esa esponjosa nube blanca, hasta que sus pies, vistos desde lo alto, son atraídos hacia el suelo, estrellándose contra el pavimento de manera que no recuerda que es lo último que soñó.
7
Adentro el impacto sonó como un trueno. Esa mañana el frío había entrado a la pieza, se había colado entre las sábanas y había tocado su cuerpo, justo quizás en el momento de caer. El escritor de adentro solo pudo pronunciar una palabra, cuyo eco no llegó a oídos del escritor de afuera, a quién el sueño había sorprendido a tal punto, que esa mañana despertó con fiebre. Es tu culpa, le dijo a su espejo, ahora demasiado parecido a él mismo como para reconocerlo cuando lo vio atravesar la habitación, desnudo y con una toalla en la mano.
Me voy a dar una ducha, le dijo, ¿vienes?
8
Ella tenía una sola exigencia. Después del espectáculo, él la llevaría a caminar por algún parque cualquiera. A ella le gustaba caminar junto a él, siempre. Al escritor esto le parecía un tanto extravagante, pero caminar, caminar es algo tan simple que lo aceptaba como un acto natural. Ella pensaba que consentirle en su capricho redundaría en un cierto grado de control sobre él, en un intento de tomar cierta ventaja. Es verdad que en este juego de roles o piezas de tablero, el escenario de los conflictos humanos, se exige la mitad del cuerpo de uno y la mitad del alma del otro, a cambio de una porción de amor, necesaria para vivir, es cierto.
9
A las cuatro de la madrugada tocaron el timbre. El escritor escribía, sí, pero a estas alturas el diálogo con las palabras sobrevolaba una atmósfera enrarecida por el insomnio y la fiebre, que lo mantenía en un cúmulo de premisas sin solución. Hacia dónde vamos, consumidos por la rutina, esclavos de pequeños e insignificantes logros personales, y a dónde va a terminar todo esto… escribió antes de que tocaran el timbre por segunda vez.
Debe ser tu amiga, dijo el escritor de adentro, que leía recostado en la cama una novela. A estas horas quién más podría ser. No te metas en esto, le respondió, con un tono que resultó desafiante. De todas formas, era ella, ella en sus todas sus formas. Ella, tibia piel y pechos de amapola, parada en la puerta de su casa, llorando. Qué te pasa, le dijo el escritor, sorprendido no tanto por su aparición sino por algo que le daba un áurea de ausencia, de no estar allí sino más bien lejos, de esa puerta y de ese pasillo en esa noche helada.
Te llamé varias veces, le dijo, aunque su voz era otra, como la de un fantasma. ¿Virginia?, Estoy muy preocupada por ti, le dijo. Pasa. El escritor de adentro se acercó a ella, abrazándola hasta la sala, quitándole el abrigo mientras el escritor de afuera preparaba un té. Ella los miraba sin detenerse en ninguno de los dos, como tanteando. Sus manos, cercanas casualmente en el movimiento, anudaron sus cuerpos en tres, en dos, en uno. Amor, esa palabra que el escritor de afuera desconoce, y que puede incluso desear, aunque fuese al menos dentro de su condenado libro, apareció escrita en su frente con la persistencia de un faro que avista el precipicio.
10
Eran sus ojos dos témpanos de hielo, como dos icebergs azules, transparentes. En el interior de esas capas sumergidas, una voz le susurra ideas desesperadas, ideas que obedecen a otros márgenes, a otras trazas de eventos que se han diluido en la superficie, hundiéndose en el frío, ocultas bajo ese permanente faro sobre el agua, siempre en movimiento, deshaciéndose poco a poco, como toda materia viva. Al final de eso se trata, ¿no? reclamaba constantemente la voz. La temperatura de sus pensamientos comenzaba a deshielar su cuerpo, un cuerpo que era, o es, aquello que oculto entre esas dos figuras, embrutece tanto las palabras que es imposible coordinar la razón y el deseo; las ideas subyacen a ese cuerpo y son más poderosas y más elocuentes que cualquier prosaico intento de embellecer la miserable existencia suya y la de sus pares, olvidados en la vorágine de un tiempo que se borra, donde todo ocurre tal vez para ser devorado por el océano, corroído por la sal y el viento y las tormentas marinas. Entonces, aquella mole blanca comienza a rajarse, a abrirse y a desmembrarse en sus brazos. El escritor de adentro, testigo silencioso de aquel naufragio, pronunció un último discurso en un idioma extraño, o en un diálogo imposible con el escritor de afuera, tan lejos ya de su alcance como aquel náufrago que cuelga de un trozo de madera y que, llevado por la corriente hacia la inmensidad de un mar tempestuoso, siente la imposibilidad de mantenerse a flote. Su cuerpo, o el de ella ahora, entregándose a la deriva de las olas, se desprende de la capa que lo mantuvo a flote durante tantos años, y aparece otra figura, aferrada con furia a esos últimos segundos, arrastrando una larga y frágil cabellera que se extiende como una aurora de espuma sobre la mar salada. La escena parece fundirse con la realidad, ahora más terrible e inexorable que las pretensiones de aquel profesor de literatura. Pobre hombre, se dijo a sí mismo. Tienes razón, estás maldito, dijo el escritor de adentro, conmovido y tal vez avergonzado de sí mismo. No se puede desandar lo que ya estaba escrito, pensaron ambos, en una última línea de una página sin terminar.