Entramos en el bosque

Yo no cuento historias, escribo conjuros. Voces que descienden por mi cabeza hasta la punta de mis pies. Por donde piso surgen nuevas palabras, expresiones del bosque enredadas como hiedras, susurrándome la dirección que debo seguir, o si debo detenerme.

Soy parte de este relato. En todas sus líneas fluye mi sangre, la raíz de todo crece hacia lo hondo del agua, que obedece a la gravedad, buscando entre sus orillas un espacio para colmarse.

Aunque nada me pertenece, yo tampoco pertenezco a ningún sitio.

Y me pregunto, ¿de dónde vienen mis imaginarios? Si han sido impuestos, a fuerza de doctrinas, o si los he imaginado yo realmente. Y de cuáles podría desprenderme para responder a tu pregunta; si soy lo que soy, ¿se lo debo al mundo o el mundo me lo debe a mí?.

He nacido producto del amor, pero he vivido rodeado de odio. Se me apagaron las luces, viajo solx en esta nave oscura.

Las máquinas ejecutan la acción mecánica de un orden abstracto; levanta esto, tritura aquello, secciona, divide, copia y pega. Los humanos somos cada vez más dependientes de esas acciones. Creo entender el sentido de las redes sociales; son un medio para anular al individuo y convertirlo en su espejo, y atraparlo en el círculo de su propia introspección, donde todo pasa por el filtro de una identidad aislada de sí, conectada con otros islotes, igualmente anexados al vacío. Enmascarados en la proyección, el acto de verse en los demás es una mirada autorreferencial, que exige cada vez más imágenes y menos imaginarios, reduciendo lo colectivo a una suma de likes, a una interfaz diseñada para perderse en su desdibujado reflejo.

Mucho tiempo estuve convencido de no pertenecer a ningún lugar. Pertenecer es, en cierto modo, subordinarse a ser parte del paisaje. Y yo quiero ser el paisaje. No soy el nombre que me impuso la placa de identificación. No soy el número, no soy una cifra. En gran parte, mi vida ha sido una fuga permanente de lo que soy hacia lo que quiero ser, o por lo que quiero ser reconocido. Pero la verdadera fuga implica romper con las cargas que son lenguaje común, los tropos de la vida cotidiana. Y mientras una partícula de mí siga atada a esas convenciones absurdas, será siempre el retorno la única y verdadera huida, el único escape, la gran desilusión. La verdadera historia está allá afuera.

Hacia dónde debo ir, si acabo de llegar? Y cómo he de volver, si jamás me he ido de aquí?

Viajo en dos partes. Una siempre se queda, la otra, por el contrario, está permanentemente huyendo, atrapada en esa carrera interminable, para encontrar el último sendero, la última experiencia. Viajo con las dos mochilas, la que dejé en algún lugar, y la que recoge todo en el camino. Un palo, una piedra, un perro amigo, una conversación. Como la última y la primera, cada una de esas experiencias han llenado mi existir. Lo pasajero no es desechable cuando se convierte en un instante bello, un rito que enciende los fuegos del espíritu cada vez que los invoco, y ninguna fotografía podrá retratar lo vivido. Es más, lo destroza cada vez que vemos en el otro, en el ego, la sonrisa esbozada mil veces para la cámara, el momento que no difiere, porque todas son el mismo ensayo de la felicidad. El goce viene y desaparece tras ser recorrido, tras ser visto por enésima vez. Luego, pasas a la siguiente imagen, y otro tiempo irrumpe, otro recuerdo violento de lo que ya pasó, y nada debe detener esa línea del tiempo, porque entonces se diluye en melancolía. Convertimos al presente en una simple y llana extrañeza. Como algo que nunca pasó.

Miro hacia atrás para comprender cómo he llegado hasta aquí. En medio del bosque cerrado, a plena luz de luna, la rabia y la tristeza se pierden como sombras ciegas, que chocan contra los troncos arrasados por algún viento cetrino, y siento mi cuerpo más liviano; la sangre corre como acelerada porque mis latidos se confunden con los grillos y las ranas nocturnas. Camino sin zapatos, en el suelo frío y húmedo, sintiendo ese temblor que viene del volcán y recorre las raíces y el musgo que viene a mi cuerpo, para susurrarme los secretos de esta noche, con la voz bajita, para no despertar a los espíritus de su refugio. 

Al amanecer, las nubes corren deprisa por escarpadas paredes de roca y troncos ancianos que aún se mantienen en pie. Las veo pasar veloces y parece que el tiempo se acelerara, que el día tuviera más minutos, más segundos. A lo lejos, las nubes traen una lluvia que comienza a humedecer los cerros. Las hojas brillan cuando el sol aparece entre los nubarrones, y no sabemos si es momento de sacar una foto o de posarnos ante el paisaje, o simplemente de ser el paisaje.

Así pasaron diez años. 

Así ntramos en el bosque, y el bosque entró en nosotrxs.

Caminábamos en medio de troncos enormes, blancos como los huesos de algún animal prehistórico, cuando aún había tierra y mundo. Muchos troncos parecían removidos del silencio, puestos allí para contar un relato de tormentas nocturnas y noches ciegas, donde lo único que puede rondar en esos senderos, no debe ni siquiera nombrarse. La oscuridad devuelve a la tierra sus misterios, y en ese andar por el bosque percibí nuestra pequeñez ante tanto tiempo detenido. Si quisiera devolver mis pasos, habría de pensar bien en no poner las mismas huellas, en no tapar el rastro que otros dejaron, aún cuando sea preciso borrarlas o que el tiempo y la lluvia hagan su trabajo por nosotros.

No supe decir que no. Me amaron pero también colapsé como quién desiste en el ultimo round, con la certeza de haber perdido el tiempo, pero sabiendo que es absurdo pensar en ello. No se recupera lo que se ha ido para siempre, incluso si los pensamientos te llevan al olvido, y la nostalgia transmuta esas imágenes en meros artefactos de la memoria, inútiles en tanto recuerdos perdidos, sin conexión. Aún queda el rezago de un sentir profundo, de un suspiro o de una pulsación que perdura, a pesar de todo. Recuerdo el amor como una trampa sobre la que, sabiendo sus consecuencias, me deje llevar más de una vez.

Esta pagina podria estar de más si no fuera porque la escribo a deshoras, en una noche de insomnio, perdida toda esperanza de conciliar un buen sueño, temiendo caer en otra pesadilla, o un sueño espeso, donde suelo ser testigo de cosas horribles, sin que ello trastorne mi calma, mi letargo. Entonces pienso, en algún lugar fui feliz, aunque no haya vuelto de allí con nada digno de conservar. La felicidad es el dulce sueño antes de nuestra última agonía.

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