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TR1ZT4N

Las causas de la trizteza

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Entramos en el bosque

Publicada el 2025-05-04 - 2025-05-11 por TRZTN

1 Yo no cuento historias, escribo conjuros. Voces que descienden de mi cabeza hasta la punta de mis pies. Por donde piso surgen nuevas palabras, expresiones del bosque enredadas como hiedras, susurrándome la dirección que debo seguir, o si debo detenerme.

Soy parte de este relato. En todas sus líneas fluye mi sangre, la raíz de todo crece hacia el fondo del agua, que obedece a la gravedad, buscando en la orilla un espacio para colmarse.

Aunque nada me pertenece, yo tampoco pertenezco a ningún sitio.

Y me pregunto, ¿de dónde vienen mis imaginarios? Si han sido impuestos, a fuerza de doctrinas, o si los he imaginado yo realmente. Y de cuáles podría desprenderme para responder a tu pregunta; si soy lo que soy, ¿se lo debo al mundo o el mundo me lo debe a mí?.

He nacido producto del amor, pero he vivido rodeado de odio. Se apagaron todas las luces, viajx solx en esta nave oscura.

Las máquinas ejecutan la acción mecánica de un orden abstracto; levanta esto, tritura aquello, secciona, divide, copia, pega. Los humanos somos cada vez más dependientes de esas acciones. Creo entender el sentido de las redes sociales; son un medio para anular al individuo y convertirlo en su espejo, atrapándolo en el círculo de su propia introspección, donde todo pasa por el filtro de una identidad aislada de sí, conectada con otros islotes, igualmente anexados al vacío. Enmascarados en la proyección, el acto de verse en los demás es una mirada autorreferencial, que exige cada vez más imágenes y cada vez menos imaginarios, reduciendo lo colectivo a una suma de likes, a una interfaz diseñada para perderse en su desdibujado reflejo.

Mucho tiempo estuve convencido de no pertenecer a ningún lugar. Pertenecer es, en cierto modo, subordinarse a ser parte del paisaje. Y yo quería ser el paisaje. Quería. Peor, soy un nombre inscrito en la placa de identificación. Y yo no quiero ser el número, no quiero ser una cifra. En gran parte, mi vida ha sido una fuga permanente de lo que soy hacia lo que quiero ser, o por lo que quiero ser reconocido. Pero la verdadera fuga implica romper con las cargas que son ese lenguaje común, los tópicos de la vida cotidiana. Pero mientras una partícula de mí siga atada a esas convenciones absurdas, será siempre el retorno la única y verdadera huida, el único escape, la gran desilusión. La verdadera historia está allá afuera.

Pero, ¿hacia dónde debo ir, si acabo de llegar? Y ¿cómo he de volver, si jamás me fui de acá?

Viajo en dos partes. Una siempre se queda, la otra, por el contrario, está permanentemente huyendo, atrapada en esa interminable carrera para encontrar el último sendero, la última experiencia. Viajo con las dos mochilas, la que dejé en algún lugar, y la que recoge todo en el camino. Un palo, una piedra, un perro amigo, una conversación. Como la última y la primera, cada una de esas experiencias ha llenado mi existencia. Lo pasajero no es desechable, menos aún cuando se convierte en un instante bello, un rito que enciende la llama del espíritu cada vez que la invoco, y ninguna fotografía podrá retratar esos momentos. Es más, los destroza cada vez que vemos en el reflejo egocéntrico, la sonrisa esbozada mil veces para la cámara, el momento que no difiere, porque todas son el mismo ensayo de la felicidad. El goce viene y desaparece tras ser recorrido, tras ser visto por enésima vez. Luego, pasas a la siguiente imagen, y otro tiempo irrumpe, otro recuerdo violento que ya pasó. Entonces nada puede detener la línea de tiempo, porque todo se diluye en melancolía. Convertimos al presente en una simple y llana extrañeza. Como algo que nunca pasó.

Miro hacia atrás para comprender cómo he llegado hasta aquí. En medio del bosque cerrado, a plena luz de luna, la rabia y la tristeza se pierden como sombras ciegas, que chocan contra los troncos arrasados por algún viento cetrino, y siento mi cuerpo más liviano. La sangre corre acelerada y mis latidos se confunden con el croar de las ranas nocturnas. Camino sin zapatos. El suelo está húmedo y frío, y siento ese temblor que viene del volcán y recorre las raíces y el musgo que llega hasta mi cuerpo, para susurrarme los secretos de esta noche, con la voz bajita, para no despertar a los pillanes de sus sagrados refugios. 

2 Amanece. La bruma descorre el cielo entre escarpadas cornisas de roca y árboles ancianos que parecen colgarse de las nubes. A lo lejos, se acerca una lluvia fina que va reverdeciendo los cerros. Las hojas brillan cuando el sol aparece entre los nubarrones, y no sabemos si es el momento de sacar una foto o de posarnos ante el paisaje, o de simplemente ser parte el paisaje.

Entonces entramos en el bosque, o el bosque entró en nosotrxs.

Caminábamos en medio de troncos enormes, blancos como los huesos de algún animal prehistórico, troncos removidos del silencio, aún erguidos, para contarnos un relato de tormentas ciegas, donde lo único que puede rondar en esos senderos, no debe ni siquiera ser nombrado. La oscuridad devuelve a la tierra sus misterios, y en ese andar por el bosque percibí nuestra pequeñez ante tanto tiempo detenido. Si quisiera devolver mis pasos, habría de pensar bien en no poner las mismas huellas, en no tapar el rastro que otros dejaron, aún sabiendo que el tiempo y la lluvia harán ese trabajo por nosotros.

No supe decir que no. Me amaron pero también colapsé como quién cae abatido en el último round, con la certeza de haber perdido el tiempo, pero sabiendo que es absurdo cuestionarlo. No se recupera lo que se ha ido para siempre, incluso si los pensamientos te llevan al olvido, la nostalgia transmuta esas imágenes en nuevos artefactos de la memoria, inútiles en tanto recuerdos perdidos, sin conexión. Aún queda el rezago de un sentir profundo, de un suspiro o de una pulsación que perdura, a pesar de todo. Recuerdo el amor como una trampa sobre la que, sabiendo sus consecuencias, me deje llevar más de una vez.

Esta página podría estar de más, si no fuera porque la escribo a deshoras, en una noche de insomnio, perdida toda la esperanza de conciliar un buen sueño, temiendo caer en otra pesadilla espesa, donde suelo ser testigo de cosas horribles, sin que ello trastorne mi letargo. Entonces, pienso en algún lugar fui feliz, aunque no haya vuelto de allí con nada digno de conservar. La felicidad es el dulce sueño antes de nuestra última agonía.

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