Intento de suicidio en un barrio cualquiera

A la velocidad que se mueve el cuerpo de los automóviles, deja tras su paso una estela borrosa de calor. Tan solo unos centímetros lo separan del rugir de los tubos de escape, y como si fuera a huir de algo que aún no sabe porqué está ahí, vuelve a doblar sus caderas y esquiva el bombazo de aire de un bus en mitad de la cuadra.

Las luces, encorvadas de los postes, parecen coronar esta pompa fúnebre de taxis vacíos, en busca de pasajeros que no lo son, a la espera de viajes imposibles que salven el cadáver de otra noche velada en silencio, o a solas con la radio, pero a bajo volumen. Una hilera de faroles amarillentos se pierde sobre la avenida, donde el tránsito sumiso se detiene en un cruce ferroviario.

El cuerpo aletea con violencia hacia el fondo de esas luces, en una absurda carrera por llegar al último farol de la cuadra. Camina dando torpes zancadas, hasta que es tragado por un halo de luz, justo sobre las vías del tren: el tráfico se detiene un instante y perdura en el espacio una suerte de vacío cavernario. Se oye la sirena del tren, acercándose lentamente, opacando el ruido de los motores, que esperan a salvo detrás de la barrera, al tren que avanza hacia la próxima estación.

El cuerpo se queda allí, sobre las vías, mientras el tren se acerca peligrosamente. Alguien hace sonar la bocina, y la luz se expande como un rayo fulgente en el temblor suspendido a la redonda, dando paso al rugido de la locomotora, mientras alguien a lo lejos grita; !Sal de ahí, boludo, te van a aplastar¡¡¡ El cuerpo gira y entonces vemos el tren, vemos su luz gruesa que lo estampa sin tocarlo, atravesándolo por detrás, como si los vagones se hubiesen corrido, o algo así. Todo el tren avanza al filo de su cuerpo. Su piel caliente por el roce vibra con la máquina, y ese espacio mínimo que su cuerpo roza en el vacío es absoluto, como el centro del huracán. El hombre que había gritado, descubre la silueta del joven partirse una y otra vez, entre vagón y vagón, tan cerca de la muerte, tan viva, pero tan lejana.

La calle se estrecha ante sus ojos. En el muro de sombras que se desplazan lentamente, pasajeros y conductores se ojean con cierto recelo apático. Desde sus ventanillas, se observan encapsulados en el vacío, más allá del ir y venir que los separa. El cemento bajo los rieles produce cosquillas en la punta de los pies. Con los ojos cerrados, escucha la vibración que ya es casi imperceptible. El tren se aleja en la oscura vía con su luz y su fuerza inmutables. Tiene miedo, ¿pero de qué? 

Una nube alcanza por casualidad la avenida y comienza a llover. Sus pies, pesados de agua, intentan correr hacia el semáforo, y suicidarse, pero tropieza y se derrumba en medio de un tráfico que le urge, alertando a bocinazos el obstáculo, ese bulto indemne, y llorando de impotencia maldice sus heridas, como si de nada le valieran a su suerte. La sangre es bebida por el agua y sus lágrimas son pequeñas ante tanto mar. Por fin se levanta y como puede alcanza la otra orilla del bandejón. Salvo algunos autos frenéticos, la noche sólo ofrece silencios; silencio de mundo, no de ruidos.

Y el mundo parece ahora concentrarse en un café desierto. Un oscuro techo tapado de plantas encaramadas en la pared, cubren el nombre del lugar, la única luz a la distancia. Se dirige hasta allí, con el pesado cuerpo a cuestas, y el ruido de los motores que lo llaman siempre.

En la puerta dice:

«Se prohíbe fumar, se prohíbe hablar con el garzón, se prohíbe piropear a la cocinera, se prohíbe el baño a clientes de otro bar.»

-Déme algo para sentirme mejor. Acabo de fracasar en un intento de suicidio. –

-Si claro, siempre viene gente diciendo lo mismo, y después se van sin pagar la cuenta. Como si yo tuviera compasión por los locos. No señor, váyase de aquí antes que llame a la policía, o pague de antemano y quedese tranquilo. No quiero problemas.-

– Tengo un arma –

– No le creo… usted no tiene cara de dispararle a nadie.-

– Está bien, deme un submarino…. y un vaso de ron.-

Al otro lado de la ventana la lluvia parece no molestar al tráfico. Las heridas del agua en los charcos comienzan a formar olas que se estrellan contra la vereda, y los taxis desparraman la corriente hacia el bandejón. El alero del bar es un buen sitio para cubrirse de la lluvia, que ahora cae copiosamente sobre la avenida.

Sus ojos, ahogados de rabia y fracaso, observan el gris pavimento; un eco profundo que se prolonga en las paredes y los espejos, y sabe que será imposible cumplir su final. ¿No será demasiado sufrimiento? No. No has visto nada, piensa. Rendido, acude al recuerdo que lo condena. Y esa cobardía, ese refugio acuoso es como un vientre que lo contiene, y lo lleva a separarse del presente aferrándose a evocaciones futuras, perdido en dos dimensiones, en dos deseos imposibles. En ese absurdo esfuerzo anula su propia conciencia. Sus ojos se clavan en un rostro que lo observa desde la ventana. Un niño, de unos ocho años,  ausculta los manjares que se exhiben detrás del mostrador. Desliza su lengua por los labios mojados, y bebiendo gotas de lluvia trata de sentir esos sabores, imaginando esos aromas preciosos y distantes. Sus miradas se cruzan y el rostro enjuto del niño hace al joven sentirse miserable. El cuadro es penoso, y aún así encierra una extraña belleza; es una razón para el instinto, un instinto de la voluntad, una voluntad para la razón.

Como en cualquier barrio de Guayaquil, Santa Cruz o Montevideo, millones sobreviven a la triste historia de América del sur. Y como si esto fuera poco, la historia se repite constantemente. El niño busca la mirada del joven que lo ha comprado con sus ojos verdes y le señala un pastelito en el mostrador. El muchacho baja la vista y toma un sorbo de leche, evitando el gesto con la misma apatía de sus semejantes. La cruel cabeza gacha, tragando el vapor de la taza caliente.

¿Y si fuera Buenos Aires?, por decir una ciudad. ¿ Y si sólo fuera un barrio, una calle, este café goteando bajo la lluvia?

¿Y si no fuera más que otra historia sin conflicto? ¿Qué más puede pretender un hombre que no quiere vivir? Supuestamente nada, salvo el fin del conflicto.

La causa de la acción, casual e impredecible, despliega una abanico de respuestas que mantienen intacto el primer motor del problema, y todo es contexto alrededor de la situación. Ahora, comienzo a creer más en la historia. Instantáneamente me veo allí, reflejado en la vitrina. Veo la lluvia, veo al niño hambriento mojándose los zapatos, y siento vergüenza de mí mismo.

De pronto, la silueta se desprende del asiento, bebe de un trago el vaso de ron y se dirige al baño. Yo observo al garzón, que ojea hacia la calle con la misma indiferencia que a todos sus clientes. El niño también lo observa, pero a mí no me ve. Parece como si este azaroso encuentro estuviera destinado a fracasar. Algunas personas, un grupo de estudiantes, se han sentado en la mesa del fondo, acaparando el bullicio del ambiente. El niño va a intentar meter su cabeza en la vidriera cuando el garzón lleve los platos a la cocina. Ya está en la puerta y nadie le ofrece resistencia. Es más, nadie siente compasión por su esfuerzo. Sigiloso, el pequeño se escabulle entre las piernas de una señora que sale del café y penetra hasta la vitrina.

Yo he llegado hasta su lado, invisible, y he tratado de oír su voz. Hasta la lluvia ha dejado de repiquetear y ensordece el ruido de los motores para que por un instante el silencio complete la escena.

La sombra, desenfrenada y estéril del joven suicida, irrumpe violentamente entre las mesas. El cuerpo, que arde por dentro, súbitamente se dirige al centro del salón, con un arma en la mano. Yo intento agarrarlo de los brazos, el cuello, las piernas, pero soy invisible, ya no existo en esta historia.

El garzón, desde la puerta de la cocina, descubre al niño que, aprovechando la confusión, se ha metido unos pastelitos entre los pantalones. Entonces, comienza a insultarlo, acercándose al chico con una cuchara de palo.

– Fuera de aquí, miechicas¡ – grita enajenado el garzón.

De espaldas, el joven, mirando fríamente al niño, intenta retomar su acto pero, algo confuso e inexplicable, le impide moverse. De un momento a otro su mente se ha borrado. El miedo lo acorrala una vez más y no sabe qué, no sabe cómo. Alcanza a colocar el caño frío del arma en su sien cuando escucha la voz del garzón que se acerca gritando: !!policía, ladrón¡¡ 

Pisando la voz del hombre, la frenada de un taxi y el bocinazo de un bus hacen retumbar los vidrios y las paredes. Y en menos de un segundo, luego de que las miradas del niño y el joven se cruzaran por una última vez, en ese instante, en que el mozo intenta correr tras el niño, en ese giro inconsciente del brazo derecho, es que la mano dispara el gatillo.

La bala atraviesa el pequeño cuerpo que se desploma en el piso brillante y pulcro del bar. Un silencio perdura ahora con una intensidad grave, horrorosa del crimen cometido. El infeliz suicida no es capaz de agacharse, ni de voltear el rostro sin vida del niño, mientras alguien ya ha llamado a una ambulancia. A lo lejos, la sirena de la policía parece decir que, de cualquier manera, es demasiado tarde para intentarlo de nuevo.

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